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Lo esencial

¿Quién es este hombre?»

Vio la luz en el suelo sucio de un establo. Para librarlo del escuadrón de la muerte enviado por un rey envidioso, sus padres se exiliaron con él cuando era niño, hasta que pasó el peligro y pudieron volver a su tierra. Hasta los 30 años fue carpintero, igual que Su padre terrenal. Sin embargo, Su Padre celestial lo necesitaba para otra labor que solo Él podía realizar.

Cuando llegó el momento de que iniciara Su misión, fue por todas partes haciendo el bien, ayudando a la gente, interesándose por los niños, consolando, fortaleciendo a los cansados y salvando a cuantos creían en Él. Además de predicar Su mensaje, lo vivió entre la gente. No solo atendía las necesidades espirituales de las personas, sino que también invertía largas horas velando por sus necesidades físicas y materiales, sanándolas milagrosamente cuando estaban enfermas y dándoles de comer cuando tenían hambre. En todo momento compartió Su vida y Su amor con quienes lo rodeaban.

Su religión era tan simple que afirmó que había que volverse como un niño para aceptarla. Nunca enseñó que hubiera que realizar complicados ritos u observar numerosas reglas difíciles de cumplir. Lo único que hizo fue pregonar y manifestar amor, procurando conducir a los hijos de Dios al verdadero Reino celestial, en el que las únicas leyes son «amarás al Señor con todo tu corazón» y «amarás al prójimo como a ti mismo».

Se relacionó muy poco con los pomposos dirigentes eclesiásticos de Su época, a excepción de las ocasiones en que insistieron en importunarlo con sus preguntas capciosas. En esos casos los reprendió públicamente y los puso en evidencia demostrando que eran «ciegos guías de ciegos».

Se negó a transigir con las falsas instituciones religiosas de Su época. Al contrario, obró completamente al margen de ellas. Comunicó Su mensaje y Su amor a la gente corriente y a los pobres, la mayoría de los cuales se habían apartado desde hacía tiempo de la religión establecida y habían sido abandonados por ésta.

No se preocupó por Su prestigio y reputación, y fue compañero de borrachos y prostitutas, de los despreciados publicanos y pecadores, de los marginados y oprimidos por la sociedad. Hasta llegó a decirles que ellos entrarían en el Reino de los Cielos antes que la llamada gente buena: los farisaicos dirigentes religiosos que lo rechazaron y que despreciaron Su sencillo mensaje de amor. El poder de Su amor y de Su convocatoria era tal e inspiraba tanta fe entre los que buscaban sinceramente la verdad que muchos no vacilaron en dejarlo todo y seguirlo de inmediato.

En cierta ocasión, mientras Él y Sus discípulos cruzaban un extenso lago, se desató una feroz tempestad que amenazaba con hacer zozobrar la nave en que se encontraban. Ordenó a los vientos que se calmaran y a las olas que se aquietaran, y enseguida hubo gran bonanza. Sus discípulos, atónitos ante tal demostración de poder, exclamaron: «¿Quién es este hombre, que aun los vientos y el mar le obedecen?»

En el transcurso de Su obra dotó de vista a los ciegos y de oído a los sordos; sanó a leprosos y resucitó muertos. Tan prodigiosas fueron Sus obras que uno de los jerarcas del orden religioso que se oponía enconadamente a Él llegó a afirmar: «Sabemos que has venido de Dios, porque nadie puede obrar estos milagros que Tú haces si no está Dios con él».

A medida que Su mensaje de amor se fue propagando y Sus seguidores se fueron multiplicando, los envidiosos dirigentes eclesiásticos de aquel tiempo se dieron cuenta de la amenaza que suponía para ellos aquel carpintero desconocido hasta hacía poco tiempo. Al liberar a la gente de la autoridad y dominio de la cúpula eclesiástica, la sencilla doctrina de amor que pregonaba iba socavando el orden religioso de la época.

Finalmente Sus poderosos enemigos obligaron a los gobernantes a detenerlo sobre la base de falsas imputaciones de sedición y subversión. Y aunque fue declarado inocente por el gobernador romano, aquellos hipócritas presionaron a la autoridad y la convencieron para que lo mandara ejecutar.

Horas antes de Su detención, este hombre, Jesús de Nazaret, había dicho: «No podrían tocarme siquiera sin el permiso de Mi Padre. A una simple señal Mía, Él enviaría legiones de ángeles a rescatarme». Pero optó por ofrendar la vida por ti y por mí. Nadie se la quitó. Él la entregó, renunció a ella por voluntad y decisión propia, sabiendo que aquella era la única forma de cumplir el designio concebido por Dios para nuestra salvación.

Pero ni siquiera Su muerte satisfizo a Sus celosos enemigos. Para impedir que Sus seguidores sustrajeran el cuerpo y afirmaran que había resucitado, cerraron el sepulcro con una enorme piedra y apostaron en el lugar a un grupo de soldados romanos para que lo custodiaran. Aquella estratagema resultó inútil, pues esos mismos guardias fueron testigos del más grandioso de los milagros. Tres días después que Su cuerpo fuera depositado en aquel frío sepulcro, resucitó, triunfando sobre la muerte y sobre el infierno para siempre.

Ni la muerte fue capaz de detener Su obra o de silenciar Sus palabras. Desde aquel día milagroso hace ya casi 2.000 años, este Hombre, Jesucristo, ha hecho más por cambiar el curso de la Historia, de nuestra civilización y de la condición humana que ningún otro dirigente, grupo, gobierno o imperio. Ha salvado a miles de millones de personas de la desesperanza y les ha concedido la vida eterna y manifestado el amor de Dios.

Dios, el gran Creador, es Espíritu. Es omnipotente, omnisciente y omnipresente. Semejante concepto sería para nosotros demasiado difícil de asimilar. De ahí que para manifestarnos Su amor, acercarnos a Él y llevarnos a comprender Su esencia, dispuso que Su propio Hijo, Jesucristo, tomara forma corporal y bajara a la Tierra. Si bien muchos grandes maestros han vertido enseñanzas sobre el amor y sobre Dios, Jesús es la quintaesencia del amor. Es Dios. Es el único que murió por los pecados del mundo y que resucitó de entre los muertos. Es el único Salvador. 

El ofertazo

DAVID BRANDT BERG

Jesús vino para hacernos la salvación lo más fácil posible. Por eso los dirigentes religiosos de Su época se empeñaron en que lo crucificaran. Según la religión imperante era poco menos que imposible salvarse a menos que se cumpliese con una serie de complicadas leyes y enrevesados rituales. Jesús, en cambio, enseñó que lo único que tenemos que hacer para salvarnos es creer en Él —el Cristo, el Salvador—, confesar que somos pecadores, que necesitamos salvación, y pedirle que nos la conceda.

Es imposible entender cabalmente la salvación; es tan inaprensible como la amplitud del amor de Dios. Por eso dijo Jesús que aceptar la salvación requiere una fe infantil. «Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los Cielos». Ambos conceptos están fuera de nuestro alcance. No se puede hacer otra cosa que aceptarlos.No es preciso entender plenamente a Dios para conocer Su amor y salvación. Basta con aceptar que Jesús, Su Hijo, es nuestro Salvador y pedirle que entre en nuestro corazón.

Jesús dijo: «Yo soy la puerta —la puerta de acceso a la casa de Su Padre, el reino de Dios—; el que por Mí entrare, será salvo» Si quieres ir al Cielo, te basta con creer que esa es la puerta y cruzarla por fe.

SALVADO Y PERDONADO

El perdón es parte integral de la salvación porque el pecado nos aparta de Dios, y nadie es perfecto: somos todos pecadores. La Biblia dice: «Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios», y: «La paga del pecado es muerte, mas la dádiva [regalo] de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro».

Es imposible ganarse el Cielo merced a la propia bondad, pues nadie puede llegar a ser tan buen. Todos tenemos que admitir sinceramente que somos pecadores y necesitamos un Salvador».

Por eso murió Jesús por nosotros, porque todos somos pecadores y nos resulta imposible ganarnos o merecernos la salvación. En cambio, Jesús sí fue perfecto; gracias a ello pudo expiar nuestros pecados y obtener para nosotros el perdón divino. Todos necesitamos el amor y la misericordia de Dios para salvarnos, y ese amor y esa misericordia los encontramos en Jesucristo.

La salvación es como un indulto: Dios se ha ofrecido a indultar a los culpables. Por muy malo que seas y por muy malas acciones que hayas hecho, Dios te otorga Su perdón. Si crees que Jesús murió para comprar tu salvación, la obtendrás y serás perdonado. «La sangre de Jesucristo Su Hijo nos limpia de todo pecado», independientemente de lo que hayamos hecho. «Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos. Si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana».

No hay maldad imperdonable; pero tampoco hay bondad que sea suficiente. No te puedes salvar tú solo, por muy bueno que procures ser, porque tu bondad siempre se quedará corta. Es imposible merecerse la salvación o hacerse acreedor a ella. «Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe».

El único capaz de salvarnos es Jesús. «Hay un solo Dios, y un solo Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre». «En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el Cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos».

LA SALVACIÓN NO SE PIERDE

Una vez que hayas recibido a Jesús, ya nunca te dejará. «Al que a Mí viene, no le echo fuera». Si tienes a Jesús, tienes vida eterna. Podrás perder la vida física, pero no la eterna.

La salvación es para siempre. Dios no cambia de parecer ni falta a Su Palabra. «El que cree en el Hijo tiene vida eterna». Eso es terminante. No hay peros ni condiciones de por medio.

Jesús dice: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». «No te desampararé, ni te dejaré». «Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de Mi mano».

Esa certeza nos libra de la duda de si iremos o no al Cielo, y nos infunde paz interior. Jesús compró nuestra salvación de una vez para siempre. Es un obsequio que Él nos hace. La salvación es por gracia, por fe, y nada más.

Eso, por supuesto, no quiere decir que de ahí en más puedas vivir a tu antojo. La salvación es eterna —no la puedes perder nunca—; pero si cometes deliberadamente pecados y no te arrepientes de ellos, sufrirás las consecuencias. «El Señor al que ama, disciplina». Al llegar al Cielo, las recompensas que recibas dependerán de cómo hayas vivido en la Tierra.  La salvación es un regalo, pero puedes hacerte acreedor a las bendiciones divinas —tanto en este mundo como en el venidero— esmerándote en conducirte como Dios espera que lo hagas. Además, si aprecias ese regalo como debieras, te nacerá amar a Dios y complacerlo en señal de gratitud.

UNA NUEVA VERSIÓN DE TI

Jesús equiparó la salvación con volver a nacer. Así de trascendental es el cambio espiritual que se produce. «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas». No te sorprendas, pues, si te llegas a sentir diferente y hasta cambias de manera de pensar y eres más feliz que nunca.

Cuando Jesús pasa a formar parte de tu vida, no sólo te renueva, purifica y regenera el espíritu, sino también el pensamiento. Corta viejas conexiones y poco a poco hace nuevos empalmes que te dan un concepto diferente de la vida y nuevas formas de reaccionar ante prácticamente todo lo que te rodea. Nos resulta imposible efectuar semejante transformación por nosotros mismos. Sin embargo, Dios sí es capaz. Sólo tenemos que pedírselo.

Puedes dar por sentado que cuando Jesús entre en tu corazón habrá cambios. Quizá no suceda todo de golpe, pero en la medida en que ansíes la verdad y te empapes de la Palabra de Dios, esa transformación se producirá. Verás que cambiarán tu espíritu, tus pensamientos y tu rumbo en la vida. Serás feliz y rebosarás amor, pues «Dios es amor»

Una figura singular que transformó el mundo

JAMES A. FRANCIS

Nació en una aldea olvidada, de madre campesina. Pasó su infancia en otro villorrio ignorado. Trabajó en una carpintería hasta los treinta años y a partir de entonces, actuó de predicador itinerante por espacio de tres años. No llegó a escribir libro alguno. No desempeñó ningún cargo. No tuvo hogar. No formó familia. No realizó estudios superiores. Jamás puso pie en las grandes ciudades. Nunca se alejó más de trescientos kilómetros de su pueblo natal. No llegó a desempeñar ninguno de los papeles que la sociedad contemporánea suele asociar con la fama y la grandeza.

No tenía más carta de presentación que Su propia persona. Desnudo estaba de los valores de este mundo. No poseía otra cosa que el poder de Su divina humanidad. Siendo aún joven, la corriente de opinión pública se volcó en contra de Él.

Sus amigos huyeron. Uno renegó de Él. Otro lo traicionó. Lo entregaron en manos de Sus enemigos. Debió soportar lo que no fue más que la parodia de un juicio.

Lo clavaron en una cruz entre dos ladrones. Mientras agonizaba, sus verdugos echaron suertes sobre lo único que poseyó en este mundo: Su manto. Cuando ya hubo muerto, lo bajaron y lo enterraron en un sepulcro ajeno gracias a la compasión de un amigo.

Veinte siglos han transcurrido desde entonces, y hoy este hombre es la figura central de la especie humana, la mayor fuente de inspiración y guía divinas. Me quedo corto si digo que todos los ejércitos que han marchado, todas las flotas de guerra que se han construido, todos los parlamentos que han sesionado y todos los reyes que han gobernado, en conjunto, no han ejercido una influencia tan palpable en el devenir del hombre sobre la Tierra como esa figura singular: Jesús.

¿POR QUÉ MURIÓ?

¿Qué razón pudo tener el Rey de reyes, el Señor del universo, Dios encarnado, para dejarse atrapar y permitir que lo acusaran falsamente, que lo juzgaran, lo condenaran, lo azotaran, lo desnudaran y lo clavaran a una cruz como a un delincuente común? La respuesta es clara: ¡el amor que sentía por nosotros!

Todos sin excepción hemos actuado mal en ocasiones y hemos sido desconsiderados y ásperos en el trato con nuestros semejantes. La Biblia enseña que «todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). La consecuencia más negativa de nuestros pecados es que nos separan y nos mantienen alejados de Dios, el cual es absolutamente inmaculado y perfecto. De ahí que para acercarnos a Él, Dios sacrificara a Jesús, Su propio Hijo, quien se ofreció a cargar con nuestros pecados. Jesús asumió entonces el castigo que merecíamos y sufrió la espantosa agonía de la crucifixión. Padeció la muerte de un impío para que por medio de Su sacrificio halláramos perdón y remisión de nuestros pecados.

La nueva creación

PETER AMSTERDAM

La resurrección de Jesús fue la primera fase de la nueva creación de Dios. Con ese acto Dios instituyó un nuevo género de existencia: un cuerpo humano se transformó mediante el poder divino en uno sobre el cual la muerte, la descomposición y la corrupción no tienen incidencia. ¡Nada parecido había sucedido en toda la Historia! «Sabemos que Cristo, por haber sido levantado de entre los muertos, ya no puede volver a morir; la muerte ya no tiene dominio sobre Él».

El cuerpo glorioso de Jesús no se resentía de la tortura que había sufrido: la espalda desgarrada por los azotes; la cabeza ensangrentada por la corona de espinas; las manos, los pies y el costado atravesados. No estaba lleno de magulladuras ni exhausto por todo lo que había aguantado.

El cuerpo glorioso de Jesús no era espiritual, sino físico. Sus discípulos podían tocarlo. En ese estado Él los instruyó, anduvo con ellos, cocinó para ellos y comió con ellos. En una ocasión estuvo con 500 de ellos. Luego de 40 días, ascendió al Cielo, donde está sentado a la diestra de Dios.

Por ser cristianos, nosotros también formamos parte de la nueva creación de Dios. Esperamos con ilusión el momento en que Jesús regrese y reviva nuestro cuerpo. El apóstol Pablo compara la resurrección del cuerpo con el nacimiento de toda una planta a partir de una semilla. Luego explica que esos nuevos cuerpos serán imperecederos, resucitados en gloria y poder a modo de cuerpos espirituales.

Por ser imperecederos, nuestros cuerpos no tendrán las debilidades que ahora los aquejan. No se verán afectados como ahora por la edad, las enfermedades y el cansancio. Un autor los describe así: «En esos cuerpos gloriosos veremos claramente plasmada la humanidad tal como Dios la concibió».

Desde el momento en que uno acepta a Jesús como su Salvador y el Espíritu de Dios entra en él, uno se renueva y se regenera. La renovación consiste en una transformación positiva del creyente; la regeneración, en la manifestación de una nueva vida consagrada a Dios, con un cambio radical de mentalidad. «Cuando se manifestaron la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador, Él nos salvó, no por nuestras propias obras de justicia sino por Su misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo.

Siendo nosotros parte de la nueva creación, el Espíritu de Dios nos transforma y nos ayuda a asumir la mente de Cristo. Así vamos desarrollando y manifestando algunos de los atributos de Dios, a medida que crecemos en amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio.

Por eso tenemos mucho que celebrar: que Dios habita en nosotros y nos ayuda, nos guía y nos renueva; que somos parte de Su nueva creación; que viviremos eternamente en nuestro cuerpo glorioso, disfrutando de perfecta salud y sin sufrir los efectos de la vejez, libres de enfermedades y dolencias. Esa es la buena nueva del Evangelio: el amor que Dios abriga por cada ser humano, la oferta de vida eterna, la resurrección de los muertos, la posibilidad de ser hoy mismo nuevas criaturas en Jesucristo y de formar parte eternamente de la nueva creación universal.

Que la belleza del don de Dios por medio de Jesús nos incentive a comunicar ese don y las bendiciones que conlleva a todas las personas que podamos.

Lo que dijo Jesús en la cruz

CURTIS PETER VAN GORDER

Todo lo que dijo Jesús en la cruz fue una manifestación de una faceta de Su amor. Las Palabras que pronunció en aquellos momentos todavía nos conmueven en la actualidad.

Amor por Sus enemigos

«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» (Lucas 23:34)

Dijo eso refiriéndose a los soldados romanos que, por orden de Poncio Pilato, lo clavaron a la cruz para darle muerte.

Si bien tenían que cumplir las órdenes recibidas, la verdad es que lo azotaron con saña y se burlaron despiadadamente de Él, evidenciando los sentimientos que había en su corazón. También lo dijo refiriéndose a la muchedumbre que fue manipulada para que pidiera Su muerte y forzara a Pilato a sentenciarlo, la misma multitud que días antes lo había aclamado rey (Marcos 15:6‑14; Marcos 11:8‑10). ¡Qué crueldad, qué horror, qué injusticia! ¿Cómo pudo Jesús decir que no sabían lo que hacían? Hasta cierto punto sí lo sabían, pero no tenían conciencia de la barbaridad que estaban cometiendo, de que estaban matando al Hijo de Dios.

Al pedirle a Su Padre que perdonara a quienes se habían vuelto contra Él y a quienes habían llevado a cabo la ejecución, Jesús de hecho los defendió, y así demostró de la forma más convincente que pueda haber que era consecuente con lo que había enseñado. «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen» (Mateo 5:44). A pesar de la humillación y el dolor que le ocasionaron los romanos, los perdonó. También perdonó a la gente que se alzó contra Él. Y quiere que nosotros manifestemos el mismo amor, el mismo perdón.

Amor por los pecadores

«Hoy estarás conmigo en el paraíso.» (Lucas 23:43)

Jesús dijo esas palabras al ladrón penitente que fue crucificado a su lado. La siguiente anécdota ilustra los efectos que tienen esas palabras hoy en día.

A una pareja le robaron sus tarjetas de crédito, sus documentos y su dinero. Unos amigos rezaron con ellos para que pudieran superar el trauma y recuperar los artículos robados. Una semana después aquella pareja recibió un grueso sobre por correo. Dentro estaban todos sus valores. Además contenía una nota firmada así: «Un ladrón arrepentido». También incluía un dibujo de tres cruces. La de la derecha estaba marcada con un círculo. La misericordia y el perdón de Jesús todavía transforman personas hoy en día.

Amor por Su familia y amigos

«He ahí tu hijo. [...] He ahí tu madre.» (Juan 19:26,27)

Esas palabras se las dirigió Jesús a Su madre y a Juan —el discípulo con quien tenía una relación más estrecha— desde la cruz. Jesús comprendió el vacío que Su ausencia de este mundo produciría en Su madre y en Su discípulo amado, y que ambos podían contribuir a llenar ese vacío en el otro. Jesús los amó tanto que en Su hora de mayor angustia no fue ajeno a las necesidades de Sus seres queridos, sino que procuró ayudarlos.

A partir de entonces, Juan cuidó de María como si se tratara de su propia madre, y ella de él como de su propio hijo.

Su Sed infinita

«Tengo sed.» (Juan 19:28)

 

Cierta Navidad unos amigos y yo hicimos una presentación en un centro para lisiados de las Misioneras de la Caridad, la orden católica fundada por la Madre Teresa. Advertí que en una pared había un cartel grande que rezaba: «Tengo sed», y pregunté por qué habían escogido esas palabras de Jesús.

«Atender al clamor de Cristo es nuestra vocación —me explicó una de las hermanas—. Antes de despedirse de este mundo, la Madre Teresa dijo: “Su sed es infinita. Él, Creador del universo, pide el amor de Sus criaturas. Tiene sed de nuestro amor. Estas palabras: ‘Tengo sed’, ¿encuentran eco en nuestra alma?”»

Amor a Dios

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46)

¿Dudó Jesús del amor de Dios al morir? ¿Lo abandonó Dios? Esas palabras siempre me habían inquietado hasta que leí la siguiente explicación:

«Lo que le ocasionó a Jesús más angustia en la cruz no fueron nuestros pecados, pues sabía que nos íbamos a salvar y que seríamos perdonados. Lo que le causó tanto pesar fue que Dios pudiese volverle la espalda. En aquel momento tuvo una experiencia que gracias a Dios nunca tendremos que pasar nosotros: no fue meramente la crucifixión o el dolor físico, sino la agonía mental, el desgarro de corazón y espíritu al sentir que Dios en efecto lo había abandonado. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). ¿Lo había desamparado Dios? Sí, momentáneamente, para que sufriera la muerte del pecador, separado de Dios.

»En la cruz Jesús tomó sobre Sí los pecados de todo el mundo (1 Pedro 2:24), y esos pecados lo separaron momentáneamente de Su Padre. Nos amó tanto que se entregó voluntariamente para morir en nuestro lugar».

Amor por ti y por mí

«Consumado es» (Juan 19:30)

¿Qué consumó Jesús? La misma tarde en que Jesús pendía de la cruz se sacrificaba el cordero pascual. Así como la sangre del cordero salvó al pueblo hebreo de la destrucción en Egipto, la sangre de Jesús —el máximo exponente de sacrificio pascual— nos redime del poder del pecado y de la muerte. Al morir en la cruz, concluyó Su obra, y nuestra salvación quedó asegurada.

La recompensa del amor

«Padre, en Tus manos encomiendo Mi espíritu.» (Lucas 23:46)

Jesús, ayúdanos a encomendarte nuestra vida y a vivir para complacerte, así como Tú encomendaste Tu vida al Padre y viviste para complacerlo. ¡Qué dicha sentiremos el día en que nos encontremos cara a cara contigo y recibamos nuestra recompensa celestial: vida y amor eternos contigo y con el Padre!

El poder del Espíritu Santo

REVISTA CONÉCTATE

No podemos ser todo lo que Dios quiere que seamos sin Sus fuerzas, las cuales Él nos infunde mediante el Espíritu Santo.

«Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento —dijo Juan el Bautista a quienes acudían a él en busca de la verdad y la reconciliación con Dios—; pero [Jesús] os bautizará en Espíritu Santo» (Mateo 3:11). Más tarde Jesús prometió a Sus seguidores que les enviaría «la promesa del Padre» para que fueran «investidos de poder desde lo alto» (Lucas 24:49). El relato de cómo recibieron el Espíritu Santo poco después puede leerse en el capítulo dos de los Hechos de los Apóstoles.

Si has aceptado la salvación que te ofrece Jesús y has «nacido de nuevo del Espíritu», ya has recibido una porción del poder del Espíritu Santo. Pero eso no significa que te hayas bautizado con él en toda su magnitud. Por lo general, esa es una experiencia aparte y posterior.

La palabra bautizar que aparece en el Nuevo Testamento se deriva del griego baptizo, que significa cubrir o sumergir por completo. De modo que ser «bautizado en Espíritu Santo» significa llenarse hasta rebosar del Espíritu de Dios.

UNA PROMESA DE PODER

El libro de los Hechos da algunos detalles sobre los últimos momentos que pasó Jesús con Sus discípulos antes de Su ascensión. «Esperad la promesa del Padre, que habéis oído de Mí —les dijo—. Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos […] hasta lo último de la tierra» (Hechos 1:4,8).

Los discípulos entonces regresaron a Jerusalén, donde se quedaron orando y aguardando junto a más de cien personas que también habían seguido fielmente a Jesús. Dios respondió sus oraciones con una milagrosa manifestación de poder sobrenatural: «De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen» (Hechos 2:2–4).

Eso era lo que habían estado esperando: fuerzas sobrenaturales para llevar adelante la obra de Jesús ahora que Él ya no estaba. De golpe, sus temores e inquietudes se desvanecieron, así como su incapacidad para actuar de acuerdo con sus convicciones. Estaban a punto de protagonizar una de las aventuras de evangelización más espectaculares de la Historia.

En ese momento se celebraba en las calles de Jerusalén una importante festividad religiosa. Habían venido peregrinos judíos de muchas naciones para asistir a aquel acontecimiento anual. Cuando Pedro y los otros discípulos se pusieron a contar a los peregrinos la buena nueva del amor de Dios y la salvación por medio de Jesús, resulta que comenzaron a hablar con fluidez en las lenguas de los peregrinos, a pesar de que no las conocían. Al divulgarse por la ciudad la noticia de aquel gran milagro, enseguida se reunió una multitud.

Pedro subió la escalinata de un edificio cercano, levantó las manos y se dirigió a aquella enorme muchedumbre con fuerte voz. Habló con tal convicción y autoridad que 3.000 personas aceptaron ese día a Jesús como Su Salvador (Hechos 2:41).

Menos de dos meses antes, Pedro se había acobardado tanto después de la detención de Jesús que había negado conocerlo siquiera. Sin embargo, en ese momento se puso en pie delante de miles de personas, en la misma ciudad donde habían apresado, juzgado y ejecutado al Señor, y proclamó valientemente el mensaje de Dios. Pedro se había transformado, tal como el Señor había rogado que sucediera (Lucas 22:32). ¿Qué ocasionó aquella transformación repentina? El poder sobrenatural del Espíritu Santo.

Si te sientes tímido o incómodo al comunicar tu fe a los demás, será para ti un estímulo saber que ese mismo poder está también a tu disposición. El Espíritu Santo puede ayudarte a superar la timidez, las inhibiciones, la preocupación por el qué dirán y cualquier tendencia natural que te impida divulgar libremente el mensaje del amor de Dios y la salvación en Jesús. Es posible que nunca prediques ni conviertas a miles de personas a la vez como hizo Pedro; pero puede que, de una en una, conquistes esa misma cantidad de almas.

Si aún no has recibido el bautismo del Espíritu Santo, es decir, si aún no te has llenado de Él, te invitamos a hacerlo en este mismo instante mediante la siguiente oración:

Jesús, te ruego que me llenes hasta rebosar de Tu Espíritu Santo, para que pueda amarte más, seguirte más de cerca y tener más poder para hablar a los demás de Tu amor y Tu salvación. Amén.

LA BIBLIA

Una brújula para toda la vida

PETER AMSTERDAM

La Biblia presenta lo que Dios nos ha revelado acerca de Sí mismo, Su amor por la humanidad, la manera de alcanzar la salvación y la relación que Él desea tener con los seres humanos. También contiene instrucciones sobre cómo vivir de una manera que le agrade, que es la base para disfrutar de una existencia feliz, gratificadora y productiva en armonía con Él y con el prójimo.

La Palabra de Dios incluye consejos prácticos que nos sirven de brújula y nos ayudan a sortear los obstáculos que surgen a diario. Sus palabras expresan principios que son nuestra guía para relacionarnos con los demás y tomar decisiones, y que nos permiten distinguir entre el bien y el mal. Tales principios marcan la tónica de nuestra moral, nuestra ética y nuestra actitud frente a la vida, el amor, el mundo, el medioambiente y las relaciones interpersonales. Si bien la Biblia no aborda cada situación en que se puede ver una persona, sí nos revela los principios que hacen falta para lidiar con las complejidades de la vida de una forma que agrade a Dios.

Dichos principios espirituales nos sirven de norte a lo largo de esa travesía que es la vida. Nos permiten encarar las dificultades con la confianza de que podemos tomar decisiones prudentes y acertadas y cultivar buenas actitudes frente a la vida y nuestros semejantes. Nos indican cómo reaccionar ante los obstáculos y conflictos. Nos señalan qué dirección tomar en cada encrucijada.

Nuestra conexión con Dios —la fuente de la vida— y la conciencia de Su presencia, junto con las palabras de orientación que Él ha dado a la humanidad y la maravilla de estar en contacto y comunicación con Él, nos permiten llevar una vida ajustada a Sus deseos.

Alimento para el alma

DAVID BRANDT BERG

La Palabra de Dios es la verdad más poderosa del mundo. Contiene el espíritu y la vida misma de Dios. Es la chispa espiritual de Dios que nos enciende con Su vida, Su luz y Su poder. Para afianzar nuestra relación con Él, una de las cosas más importantes que podemos hacer es leer, asimilar y cumplir Su Palabra. Es lo que nos mantiene sintonizados con Él y evita que nos apartemos de Su camino. Si escuchamos a Dios y Su Palabra y obedecemos Su verdad, seremos  felices y fructíferos.

Jesús dijo: «Las palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida». Su Palabra es la vida misma de Dios. Es lo que nos proporciona vida, alimento, sustento, fortaleza y salud espirituales. Por ello, una dieta sana y equilibrada de la Palabra de Dios es esencial para quien desee desarrollarse bien y permanecer cerca de Él.

A Jesús mismo se le llama en la Biblia el Verbo, la Palabra. Jesús es la Palabra, el Espíritu y la vida. Por eso, si quieres crecer y mantenerte espiritualmente sano necesitas tomar una ración de Él cada día, darte un buen banquete comiendo y bebiendo Su Palabra. Del mismo modo que tenemos que comer para estar fuertes físicamente, también debemos alimentarnos de la Palabra y beber de ella para robustecernos espiritualmente.

«Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis». Cuando uno está espiritualmente débil, con frecuencia es porque no se ha dado un festín de la Palabra, no se ha llenado y fortalecido con la buena, saludable, nutritiva, alentadora y alimenticia verdad de la Palabra de Dios. No puedes ocuparte tanto en otras cosas que descuides tu inspiración, el alimento y sustento espiritual que necesitas y que viene de la Palabra.

Si la lees con avidez, buscando sinceramente al Señor, Él te hablará por medio de ella. Y cuanto más entrañablemente empieces a amarla y más la estudies y te apacientes de ella, más crecerás en espíritu y más te darás cuenta de que Dios puede hablarte clara y directamente por medio de Su Palabra escrita.

A veces el Espíritu Santo nos llama la atención sobre un pasaje o un versículo y lo aplica a nuestra situación, con lo que la Palabra cobra vida. Estamos leyendo la Palabra, y el Señor le infunde vida, nos habla personalmente, nos da soluciones para nuestros problemas y responde a nuestras oraciones. En el momento en que Él nos ayuda a aplicarla a nuestra situación, de repente cobra vida. La Biblia deja de ser entonces meras palabras, palabras que nos entran en la cabeza; de pronto nos habla al corazón y la entendemos de verdad. «La enseñanza de Tu palabra da luz, de modo que hasta los simples pueden entender».

El profeta Jeremías exclamó: «Hallé Tus palabras, y yo las comí. Tu Palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón». Job declaró: «En lo más profundo de mi ser he atesorado las palabras de Su boca».

Jesús dijo: «Hay una sola cosa por la que vale la pena preocuparse. María la ha descubierto, y nadie se la quitará». ¿Cuál es esa «sola cosa» que descubrió María? Se sentó a los pies de Jesús a escuchar Sus palabras. Reposar en el Señor, sentarse a Sus pies, escucharlo y oír Su Palabra es muy necesario. Ya ves lo importante que es la Palabra de Dios.

La mesa está servida

PETER AMSTERDAM

Los cristianos que se interesan por crecer espiritualmente reconocen que dedicar tiempo a leer y asimilar la Palabra de Dios es de vital importancia. La Biblia nos habla de Dios y Su amor por la humanidad, de Jesús y Su mensaje, y nos enseña a vivir en armonía con Dios y el prójimo.

Reservar cada día un espacio para leer la Biblia nos da la oportunidad de conectarnos con Dios. Nos prepara para recibir Su instrucción, Su guía y Su ayuda para sortear los problemas y dificultades de la vida. Nos recuerda el código moral por el que debemos regirnos y nos proporciona orientación cuando nos vemos ante una disyuntiva. Se trata de un elemento clave para quienes anhelan ser como Jesús, pues la Biblia nos transmite Sus enseñanzas, nos muestra Su ejemplo de amor y nos conduce a una relación con el Padre, hecha posible gracias al sacrificio del Hijo.

Todos los días nos vemos desbordados por una andanada de información de muy diversas fuentes que influye en nosotros en uno u otro sentido. El hecho de dedicar un rato diariamente a leer lo que Dios ha dicho nos permite navegar en medio de ese torbellino de datos. Agudiza nuestra capacidad espiritual de distinguir la verdad de la mentira. Hace que nos resulte más fácil centrarnos en lo que es importante para llevar una vida realmente feliz, con paz interior y en consonancia con Dios y Su voluntad. Nos ayuda a superar todo lo que la vida nos depara (Mateo 7:24-25). Permanecer en la Palabra de Dios nos pone en contacto continuo con Su Espíritu. «Las palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida» (Juan 6:63).

Hacerse tiempo para leer a diario no es tarea fácil. Requiere autodisciplina. Al igual que los ejercicios y las actividades de entrenamiento que nos mantienen en forma y nos llevan a mejorar nuestro desempeño, dedicar con regularidad cierto tiempo a la lectura de las Escrituras vigoriza nuestro espíritu y nos hace cristianos más fuertes, bien cimentados en la verdad y el amor de Dios. La conexión que establecemos con Dios nos ayuda a seguir la guía del Espíritu en nuestras relaciones cotidianas y en las decisiones que tomamos, y nos capacita para permanecer firmes ante la tentación.

No hay fórmula fija para saber cuánto necesitamos leer a diario ni qué porciones de la Biblia debemos leer. La clave está en reservar un tiempo para hacerlo y perseverar en ello aun en días de mucho trajín. Tener un plan de lectura de la Biblia y ceñirte a él puede ayudarte a persistir en la tarea y seguir adelante cuando te topes con las porciones más difíciles. También conviene que dispongas de una buena traducción moderna con la que te sientas a gusto.

Lo ideal es leer en un ambiente libre de distracciones, tal vez por la mañana en un lugar tranquilo, antes que comience la jornada; o tarde por la noche cuando merma la actividad cotidiana. El silencio y la quietud facilitan la meditación en lo que se lee. Y si no encuentras ningún momento para recogerte tranquilamente, lee sobre la marcha en cualquier rato que se te presente, o escucha una grabación de la Biblia durante tus desplazamientos. Si bien es una lucha cumplir el compromiso de leer y estudiar la Biblia, es algo que tendrá un efecto palpable en tu vida.

Cuando leas la Biblia o escuches a alguien hablar de ella, es importante que te preguntes qué te quiere decir Dios a través de lo que lees u oyes. Si un pasaje te llama la atención, vuelve a leerlo. Pondéralo; pregúntate por qué te llamó la atención y qué se propone decirte el Señor por medio de él. Él anhela hablarnos directamente, y al meditar en lo que leemos creamos la oportunidad de que Su Palabra nos hable al corazón.

Dedica ratos a comulgar profundamente con Dios por medio de Su Palabra. Te transformará.

LOS CUATRO EVANGELIOS

 

PETER AMSTERDAM

Los Evangelios se escribieron varios decenios después de la muerte y resurrección de Jesucristo. Su autoría se atribuye a creyentes de aquella época. Esas narraciones biográficas acerca de Jesús hicieron posible que Su vida, Sus palabras, Sus actos y Su promesa de salvación se conservaran y se difundieran a lo largo de los siglos. Al cabo de dos mil años seguimos leyendo y estudiando el mismo Evangelio al que tuvieron acceso los primeros lectores.

Según los historiadores, los primeros 3 Evangelios —Mateo, Marcos y Lucas— datan del año 45 d.C. al 69 d.C. El último, el de Juan, data del año 90 d.C. A los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas se los denomina sinópticos, ya que colocados lado a lado en tres columnas paralelas, es fácil reconocer sus numerosas similitudes, como también sus diferencias.

Aunque nadie tiene una clara certeza de ello, los exégetas suelen sostener que el Evangelio de Marcos fue el primero en redactarse, seguido cronológicamente por los de Mateo y Lucas. El consenso general entre los eruditos es que Mateo y Lucas tuvieron acceso al Evangelio de Marcos cuando escribieron los suyos, y que los dos tuvieron otra fuente común de documentación escrita a la que ambos recurrieron. Además se considera que Mateo tuvo algunos elementos o recursos independientes con los que no contó Lucas, mientras que el propio Lucas tuvo también sus fuentes independientes. De ahí que buena parte de los textos de los Evangelios sinópticos guarde semejanza entre sí.

El Evangelio de Juan, escrito décadas después de los otros tres, no sigue el mismo esquema que los Evangelios sinópticos. Se parece a los demás en un sentido amplio, pero contiene características propias en cuanto a contenido, estilo y ordenamiento que lo distinguen de los otros Evangelios. En lugar de narrar el episodio de la Natividad o detallar la historia genealógica como lo hicieron Mateo y Lucas, Juan alude al nacimiento de Jesús como la manifestación de la Palabra de Dios encarnada (que toma forma corporal). En lugar de las parábolas, redacta las enseñanzas de Cristo a modo de dilatados diálogos. Asimismo, dispone los sucesos en distinto orden que los Evangelios sinópticos.

El objetivo de los evangelistas no era entregar un detallado recuento de la vida de Jesús. En lugar de reseñar uno por uno los actos de Jesús, estos por lo general se sintetizan en frases como «los sanaba a todos» o «recorrió toda Galilea proclamando el mensaje». Juan escribió al final de su evangelio que Jesús hizo muchas otras cosas que no han sido recogidas en este libro. Los evangelistas se limitaron a describir aquellas partes de la vida de Jesús que consideraban óptimas para dar a conocer a sus lectores quién era Jesús, qué predicó y qué significaba todo ello en función de Su muerte y resurrección y de nuestra salvación. La finalidad fundamental de los Evangelios era divulgar las buenas nuevas, convocar a otros para que se sumaran a la fe en Jesús y proporcionar un medio de instruir a los nuevos creyentes acerca de Él y el mensaje que pregonó, para que estos a su vez lo transmitieran a otras personas.

Con anterioridad a su redacción, buena parte del contenido de los Evangelios habría circulado por transmisión oral. Muchas de las enseñanzas de Jesús están articuladas poéticamente, de modo similar a los escritos del Antiguo Testamento, lo que las haría más fáciles de memorizar. El método habitual de educación en la antigüedad, particularmente en Israel, era memorización por recitación, el cual permitía a la gente relatar grandes cantidades de enseñanzas, mucho más extensas que todos los Evangelios en conjunto.

Además de la transmisión oral de los sucesos de la vida y obra de Cristo, se considera que existían también algunas relaciones escritas de Sus dichos y hechos. Así se desprende de lo escrito por Lucas al principio de su evangelio:

Muchos han intentado hacer un relato de las cosas que se han cumplido entre nosotros, tal y como nos las transmitieron los que desde el principio fueron testigos presenciales y servidores de la palabra. Por lo tanto, yo también, excelentísimo Teófilo, habiendo investigado todo esto con esmero desde su origen, he decidido escribírtelo ordenadamente, para que llegues a tener plena seguridad de lo que te enseñaron.

En esa época cobró importancia poner por escrito los conocimientos sobre Jesús y Sus enseñanzas. Ello obedece a dos razones: Una era que los primeros testigos presenciales ya estaban envejeciendo y algunos ya habían fallecido; la otra era que el Evangelio se había difundido por la mayor parte del vasto imperio romano de aquellos tiempos. Eso significaba que ya no era posible que los apóstoles y otros creyentes primitivos viajaran a rincones alejados del imperio para relatar en persona lo aprendido a los pies de Jesús. Era preciso escribir la historia de la vida de Jesús y Sus enseñanzas a fin de preservarlas y divulgarlas más allá de las posibilidades de quienes las exponían oralmente.

       LOS EVANGELISTAS

  • Ninguno de los cuatro Evangelios declara el nombre de su autor dentro del texto mismo. Existen, sin embargo, escritos cristianos de la primera parte del siglo segundo que sirvieron de sustento para identificar a los autores. Algunos exégetas lo cuestionan, pero existen argumentos históricos que respaldan las afirmaciones de que Mateo, Marcos, Lucas y Juan fueron los autores. Los invito a revisar brevemente estos argumentos.

     

    La primera referencia a Mateo como autor del libro que lleva su nombre proviene de Papías (fallecido en 130 d.C.), obispo de Hierápolis, Frigia (cerca de Pamukkale en la actual Turquía). Otros padres de la iglesia —Ireneo (c. 120-c.203), Orígenes (c.185-c.254) y Eusebio (c.260-c.340)— avalan la autoría de Mateo.

    Papías es también la fuente más temprana para acreditar que el autor del Evangelio de Marcos es Juan Marcos, el cual de joven viajó con Pablo. Otros padres de la iglesia primitiva también avalan esa afirmación. Papías escribió que el presbítero —o sea, el apóstol Juan, según se entiende— afirmó que Marcos, quien había trabajado con el apóstol Pedro, redactó con exactitud lo que le contó Pedro y lo que este había predicado sobre los dichos y hechos de Jesús. Marcos no fue testigo ocular, pero escribió el relato que Pedro hizo de la vida de Jesús. Trabajó en estrecha relación con Pedro, que lo llamó su «hijo». Marcos era primo de Bernabé; compañero de viajes de Bernabé y Pablo, y el hijo de una familia pudiente de Jerusalén.

    El Evangelio de Lucas es el más largo de los cuatro y el único que tiene una continuación: el libro de los Hechos de los Apóstoles. Si bien Lucas no fue testigo presencial del ministerio de Cristo, las palabras de iniciales de su Evangelio establecen claramente que había recabado información de los primeros creyentes, cotejó sus datos con los aportados por testigos presenciales y ministros de la Palabra y dispuso en orden todas las pruebas reunidas. Lucas era un médico, muy probablemente gentil —es decir, no judío—, que conocía a Pablo y a veces lo acompañaba en sus viajes. Numerosos padres de la iglesia primitiva señalan a Lucas como el autor del Evangelio.

    Los exégetas consideran que Lucas tuvo acceso al Evangelio de Marcos y que además contó con muchos otros elementos orales y escritos de otras fuentes, ya que más del cuarenta por ciento de su Evangelio es distinto, incluido el relato que hace del nacimiento de Cristo, al igual que dichos y parábolas que no figuran en los otros evangelios. Dado que Lucas escribió su Evangelio y el libro de Hechos, que termina cuando Pablo está en la cárcel pero aún no ha sido ejecutado, el primero muy posiblemente se escribió con anterioridad al ajusticiamiento de Pablo, entre los últimos años de la década del 50 d.C. y los primeros de la década del 60 d.C.

    La autoría del Evangelio de Juan se ha debatido ampliamente durante el último siglo. Los antiguos padres de la iglesia entendieron que el apóstol Juan, hijo de Zebedeo, era el autor de este Evangelio. En tiempos más modernos, se ha llegado a cuestionar su autoría dadas las diferencias que tiene este Evangelio con los sinópticos. El sustento histórico para la autoría de Juan se encuentra en los escritos de varios padres de la Iglesia del siglo segundo. Ireneo (c.180) escribió que Juan publicó un evangelio durante su estadía en Éfeso (Asia menor). Buena parte de lo que escribió Ireneo provino de Policarpo (c. 69 - c. 155), que fue seguidor de Juan.

    La fecha que tradicionalmente se atribuye a la redacción del Evangelio de Juan oscila entre 90 y 100 d.C. Es muy factible que se hubiera escrito en Éfeso, ciudad ubicada en la actual Turquía.

    El Evangelio de Juan difiere de los sinópticos en que no incluye las parábolas que figuran en los otros Evangelios; no hay exorcismos, no se sanan leprosos y no se parte el pan ni se toma el vino durante la Última Cena. Al final de este Evangelio Juan hace explícito el propósito por el que lo escribió:

    Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de Sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en Su nombre.

       EL EVANGELIO CUÁDRUPLE

  • Dentro de la primera mitad del siglo segundo, quizá en un periodo de 10 o 20 años después de escrito el Evangelio de Juan, los cuatro Evangelios comenzaron a circular juntos y llegaron a conocerse como el Evangelio cuádruple. Esto se hizo posible gracias a la adopción del códice, una técnica de publicación que entró en vigencia al final del primer siglo y que sustituyó a los pergaminos. Un códice es similar a los libros de hoy en día. Consiste en hojas de papiro o vitela cosidas y encuadernadas. En los pergaminos las hojas de papiro se pegaban una tras otra por un costado formando un rollo continuo.

     

    En el momento en que los Evangelios empezaron a circular juntos, el libro de los Hechos de los Apóstoles, que era la continuación del Evangelio de Lucas, se difundió por separado y no iba incluido en los Evangelios. Durante ese mismo periodo, otra colección de escritos circulaba por las iglesias: el conjunto de las cartas de Pablo a las que se aludía como epístolas. Con el tiempo, el libro de los Hechos llegó a ser el conector entre los Evangelios y las cartas de Pablo. Todo ello en combinación con las otras Epístolas a la postre conformó el Nuevo Testamento.

Las Palabras intemporales de Dios

MARIA FONTAINE

Existe una diferencia entre los principios y las promesas universales e intemporales que hay en la Biblia, y las instrucciones y consejos que Dios dio a determinadas personas para ciertas épocas o situaciones, que también están registrados en la Biblia. La Palabra imperecedera, que no se circunscribe a ninguna época, la constituyen los pasajes que se aplican a todo el mundo, en todas partes, y que nunca sufren alteración. Por ejemplo, «Dios es amor» (1 Juan 4:8) es una de las verdades más poderosas de la Biblia, y por supuesto es inmutable.

 «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18; Mateo 22:39) es uno de los principios medulares de la fe cristiana, algo que nunca cambiará. El Sermón de la Montaña que pronunció Jesús y otras enseñanzas Suyas siguen tan vigentes hoy en día como cuando brotaron de la boca del Maestro hace dos mil años.

La Palabra de Dios abunda en hermosos principios y promesas que trascienden el tiempo y se nos aplican a nosotros, y que según la Biblia se escribieron para nuestro beneficio, de manera que aprendamos de la experiencia de quienes nos antecedieron (Romanos 15:4). Por otra parte, la Biblia también contiene muchos pasajes que no podemos aplicar literalmente a nuestra vida actual. Buena parte del Antiguo Testamento es de carácter histórico, una crónica de la vida y milagros del pueblo judío y sus antepasados. Los principios fundamentales de la Palabra no están circunscritos a una época; son intemporales. No obstante, debemos aplicarlos a nuestra realidad y a las circunstancias de hoy en día. 

La ley mosaica fue durante cientos de años el código por el que se rigió el pueblo judío, si bien existían diferencias sustanciales en cuanto a su aplicación, un tema que siempre resultó complicado y polémico. Jesús arrojó nueva luz sobre el asunto. Sus enseñanzas se centraron en el amor, la misericordia y la humildad, en marcado contraste con la interpretación rígida y legalista promovida por los dirigentes religiosos de la época y sus predecesores.

«Ustedes han oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero Yo les digo: No resistan al que les haga mal. Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, vuélvele también la otra. Si alguien te pone pleito para quitarte la capa, déjale también la camisa. Si alguien te obliga a llevarle la carga un kilómetro, llévasela dos. […] Ustedes han oído que se dijo: “Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo”. Pero Yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen, para que sean hijos de su Padre que está en el cielo» (Mateo 5:38-41,43-45 (NVI).

Jesús marcó el inicio de una nueva era de fe que dejó desfasadas las enrevesadas reglas, preceptos, costumbres y ceremonias del Antiguo Testamento, que el pueblo judío venía observando desde hacía miles de años. «La Ley ha sido nuestro tutor, para llevarnos a Cristo, a fin de [ponernos bien con Dios] por la fe —explicó el apóstol Pablo—. Pero al venir la fe, no estamos ya al cuidado de un tutor»  (Gálatas 3:24,25 (RVC).

Conforme el cristianismo ha ido evolucionando, sus métodos, conceptos y aplicaciones han ido cambiando y progresando. La iglesia primitiva, que en un principio no era más que un grupo de creyentes perseguidos, acometió la difícil empresa de organizarse y transformarse en una religión sólida, reconocida e influyente en el mundo de su época. Igualmente, los creyentes de cada período histórico desde entonces se han tenido que preparar para adaptarse hasta cierto punto al mundo en el que se desenvolvían, a fin de identificarse con la gente, comunicar el mensaje y estar a tono con los tiempos. Siempre que la iglesia pretendió frenar el proceso de cambios o se resistió a adaptarse a los tiempos, se metió en aprietos. O se tornó muy rígida y dominante, o perdió vigencia, y el interés por el cristianismo disminuyó.

Los que practicamos el cristianismo debemos esforzarnos por reconocer los principios intemporales de la Palabra y al mismo tiempo entender que la forma de aplicarlos puede cambiar según el caso o las circunstancias.  

 

Diferencias entre los Evangelios

PETER AMSTERDAM

Al leer los cuatro Evangelios se evidencia que existen diferencias entre ellos, tanto en la forma como en el fondo. El Evangelio de Juan no cuenta los hechos de la misma manera que los evangelios sinópticos. Omite muchos de los relatos que incluyen los evangelistas sinópticos, a la vez que refiere detalles y palabras de Jesús que los escritores sinópticos no mencionan. Por otra parte, si bien los evangelios sinópticos tienen muchas similitudes, también hay diferencias entre ellos en cuanto a los hechos narrados, el orden en que se disponen, las palabras y acciones de Jesús, y la forma de encuadrar la presentación de cada uno de los autores.

De todos modos, a pesar de esas diferencias el mensaje general de los cuatro evangelios es el mismo: Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías al que se referían los textos del Antiguo Testamento, enviado por Su Padre para que, mediante Su muerte expiatoria y Su resurrección, redimiera a la humanidad y la condujera a una renovada relación con Dios.

Si bien lo que escribieron los evangelistas fue por inspiración del Espíritu Santo, cada uno tenía su propia personalidad, experiencia, contexto cultural, fuentes, estilo y público, todo lo cual se refleja en los evangelios. Se basaron en lo que ellos mismos recordaban o en lo que les contaron testigos presenciales (Mateo y Juan probablemente en lo que recordaban, y Lucas y Marcos en lo que les dijeron testigos oculares). Con la guía del Espíritu Santo, elaboraron su presentación de la vida y las enseñanzas de Jesús de una manera que cuadrara con su propio estilo literario y con el público al que se dirigían. Por consiguiente, es lógico que haya algunas diferencias entre un evangelio y otro.

Aunque haya diferencias en algunos pasajes de los evangelios, debe entenderse que, como los evangelistas transmitieron testimonios personales —el suyo propio o el de otras personas—, es normal que haya diferencias en algunos detalles, ya que eso es lo que ocurre con los testimonios personales. En un juicio, los testigos casi nunca concuerdan en cada detalle; cuando lo hacen, se suele considerar que están contaminados o incluso que se han coludido para engañar al tribunal. Por lo general, las declaraciones de los testigos presenciales difieren en cierta medida unas de otras, e incluyen u omiten aspectos que otros testigos mencionan. Tales disparidades no vuelven poco fiables las declaraciones.

Algunos pasajes de los evangelios refieren un suceso de forma incompleta o abreviada; tales descripciones no dejan de ser ciertas por el hecho de que no incluyan todos los detalles. Oí a alguien presentar una ilustración que a mi modo de ver explica bien esta cuestión: Le preguntaron a un joven en distintos momentos cuándo había conocido a su esposa. En una ocasión respondió que fue en un sofá: en otra, en un desván: y la tercera vez dijo que fue en una reunión para estudiar la Biblia. Todas esas contestaciones eran ciertas, puesto que se sentó al lado de ella en un sofá en el curso de una reunión para estudiar la Biblia que se celebró en el desván de un amigo. Al comparar distintos pasajes de los evangelios conviene recordar que una información incompleta no es necesariamente falsa.

¿Deberían preocuparnos las diferencias que hay en la presentación de la vida de Jesús por parte de cada uno de los evangelistas? ¿Significan que los evangelios son inexactos o falsos? De ninguna manera. Cada evangelista contó la vida de Jesús con el objetivo de dar a conocer la buena nueva de quién era Él y qué había enseñado, de modo que sus lectores entendieran la maravilla que Dios había hecho y creyeran. Aunque los cuatro evangelistas narraron la misma vida, cada uno quiso hacer hincapié o centrarse en distintos aspectos y preparó su libro en consecuencia.

Por ejemplo, Mateo enfatiza que la venida de Jesús fue planeada y predicha por Dios a lo largo de las escrituras judías (el Antiguo Testamento) siglos antes de Su nacimiento. Su nacimiento, vida, enseñanzas, milagros y muerte cumplieron profecías específicas del Antiguo Testamento. Once veces en su evangelio Mateo incluye profecías y su cumplimiento. Eso indica que probablemente escribió su evangelio pensando en un público judío o judeocristiano, y presentó el material de una manera que ayudara a esa clase de público a abrazar la fe.

Marcos, que fue quien escribió el evangelio más breve, enfocó el relato de otra manera. No incluyó grandes porciones de discursos como Mateo. Su presentación se centra más en la acción. Este evangelio recorre velozmente la vida de Jesús. Por ejemplo, el bautismo de Jesús, el descenso del Espíritu sobre Él y las tentaciones en el desierto se narran en apenas cuatro versículos. Mateo cuenta lo mismo en dieciséis versículos; Lucas, en quince. Con Marcos, todo parece estar lleno de intensidad y acción. Las cosas suceden inmediatamente. Marcos emplea en cuarenta ocasiones el término griego eutheōs, que se traduce como al instante/al momento/en seguida. En su evangelio la gente corre.

Marcos se centra en el hecho de que Jesús es el Hijo de Dios. Comienza su evangelio con las palabras: «Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios», y también deja constancia de que al morir Jesús el centurión romano que estaba frente a Él dijo: «¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!». En Su juicio, cuando le preguntan si es el Mesías, el Hijo de Dios, responde: «Yo soy. Y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo». A lo largo del Evangelio de Marcos, Jesús es retratado como el Hijo de Dios, con autoridad y poder sobre enfermedades, demonios y la naturaleza.

Lucas hace hincapié en el hecho de que Jesús vino para todos, incluidos los gentiles. Simeón llamó a Jesús «luz para revelación a los gentiles». Lucas menciona que Jesús se refirió a gentiles del Antiguo Testamento que se beneficiaron de la gracia de Dios, como la viuda de Sarepta y Naamán el sirio. Muestra asimismo que Jesús habló bien de un samaritano.

Lucas también enfatiza el papel del Espíritu Santo: el Espíritu cubrió a María con Su sombra; Juan el Bautista fue lleno del Espíritu, así como su madre y su padre;. Jesús fue especialmente lleno del Espíritu en Su bautismo, y en Su vida se manifestó una y otra vez la presencia del Espíritu.

Tras contar el nacimiento de Jesús y hablar del ministerio de Juan el Bautista, Lucas detalla el ministerio galileo de Jesús (4:14–9:50). Cierra esa sección con la declaración de Pedro de que Jesús es el Mesías, la explicación de Jesús de que debe padecer muchas cosas y ser muerto, y una descripción de la transfiguración. A continuación, en los diez capítulos siguientes, Jesús viaja a Jerusalén (9:51–19:27). En ese viaje sitúa Lucas la mayoría de las parábolas de Jesús, muchas de las cuales se hallan únicamente en su evangelio. A diferencia del Evangelio de Marcos, el de Lucas incluye muchas enseñanzas de Jesús.

El Evangelio de Juan se divide en dos partes principales, encuadradas entre un prólogo (1:1–18) y un epílogo (capítulo 21). La primera parte (1:19–12:50) suele llamarse libro de las señales. Todos los milagros (señales) de Jesús están en esa parte. La segunda parte, denominada libro de gloria, comienza con la Última Cena (capítulo 13), de ahí pasa al Discurso de despedida (capítulos 14–17) y termina con el relato de la pasión y la resurrección (capítulos 18–20).

El Evangelio de Juan presenta a Jesús como la encarnación de Dios, Dios hecho hombre. Personifica la vida:

«En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres». Personifica la luz: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». Personifica la verdad: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por Mí».

En este evangelio, Jesús es también la expresión personal de Dios como Hijo. Sepan y entiendan que el Padre está en Mí y Yo en el Padre. El Padre y Yo uno somos. Por esto los judíos aún más intentaban matarlo, porque no solo quebrantaba el sábado, sino que también decía que Dios era Su propio Padre, haciéndose igual a Dios.

Si bien todos los evangelios cuentan básicamente lo mismo, cada uno lo hace a su manera; así que tenemos cuatro versiones de la vida de Jesús. Incluso entre los evangelios sinópticos —los de Mateo, Marcos y Lucas, que son bastante similares— hay diferencias en cuanto al orden y el lugar de diversos episodios. Por ejemplo, Mateo habla de un sermón dado en un monte, mientras que Lucas reseña uno pronunciado en un lugar llano. El contenido de esos dos sermones, a pesar de ser parecido, no coincide exactamente. Los lectores debemos tener presente que las palabras que dijo Jesús, los sermones que predicó, no se grabaron ni se transcribieron luego. De todos modos, probablemente los repitió en distintos momentos y distintos lugares.

Al igual que otros maestros judíos de Su tiempo, Jesús fue un maestro itinerante. Iba de pueblo en pueblo con Sus discípulos a la zaga. Predicaba y enseñaba dondequiera que se le presentara la oportunidad. Sin lugar a dudas repitió los mismos sermones y las mismas enseñanzas numerosas veces, a distintos públicos; y aunque fueran los mismos sermones o enseñanzas, lo más probable es que no siempre empleara exactamente las mismas palabras que había usado en otras ocasiones y en otros sitios. Sus discípulos debían de estar muy acostumbrados a lo que decía, habiéndolo oído muchas veces, y seguramente eran capaces de recordar y transmitir con bastante precisión lo que Él enseñaba, aunque hubiera diferencias en cuanto a los términos empleados. Tales diferencias se reflejan en los evangelios.

Los evangelistas, siguiendo el género de las biografías de la Antigüedad, enfatizaron distintos aspectos de Jesús y de Su ministerio y ordenaron los acontecimientos de la manera que mejor encajaba con su presentación del Evangelio. Con frecuencia escogieron un orden temático más que cronológico.

Aunque cada evangelista haga hincapié en distintos aspectos de las enseñanzas de Jesús e incluya en su evangelio porciones que son originales, todos escribieron magníficas biografías de Jesús que han servido para conducir a miles de millones de almas al reino de Dios. Valoremos sus transformadores relatos y démoslos a conocer a las personas que Dios ponga en nuestro camino.

PARÁBOLAS DE JESÚS

El Buen Samaritano

PETER AMSTERDAM

Muchos conocemos bien la parábola del buen samaritano en Lucas 10:25-37. Ahora bien, como nuestra cultura es muy distinta de la que había en Palestina en el siglo I, puede que haya aspectos del relato que no entendamos. Cuando oímos o leemos esta parábola, no nos escandaliza, ni nos parece que ataque el statu quo actual. Sin embargo, los que la oyeron de labios de Jesús en el siglo I sí debieron de quedar desconcertados. El mensaje debió de chocar con sus expectativas y poner en tela de juicio sus límites culturales.

En la parábola aparecen varios personajes, y al disponer de algo más de información sobre los sacerdotes, los levitas y los samaritanos se comprende mejor la importancia del papel que desempeña cada uno en el relato. Examinemos los personajes por orden de aparición.

EL HOMBRE QUE FUE GOLPEADO

La parábola dice muy poco acerca del primer personaje, el hombre que fue golpeado y robado; pero nos proporciona un dato crucial. Le quitaron la ropa y quedó medio muerto, en el suelo, inconsciente, habiendo sufrido una fuerte paliza.

Es significativo porque en el siglo I la gente era fácilmente identificable por su modo de vestirse y por su idioma o acento. En tiempos de Jesús, Oriente Medio estaba gobernado por los romanos, que hablaban latín. La región estaba helenizada, es decir, tenía una gran influencia griega. Había numerosas ciudades griegas, y el griego se hablaba mucho. Los eruditos judíos hablaban hebreo, mientas que los campesinos judíos y la gente común y corriente de toda la región hablaba arameo. Por eso, escuchando hablar a alguien se podía identificar quién era.

Como el hombre que había sido golpeado no llevaba ropa, era imposible saber su nacionalidad. Como estaba inconsciente y no podía hablar, resultaba imposible determinar quién era o de dónde era. Ya veremos que ese es un elemento clave de la parábola.

EL SACERDOTE

El segundo personaje del relato es el sacerdote. Los sacerdotes judíos de Israel constituían el clero que servía en el templo de Jerusalén. Dentro del clero había una jerarquía. Primero estaba el sumo sacerdote, después los principales sacerdotes. El jefe de la guardia del templo era el más importante de los principales sacerdotes, y por debajo de él había sacerdotes que hacían de tesoreros del templo, o de supervisores del templo, o que se encargaban de los sacerdotes ordinarios.

Los sacerdotes ordinarios eran los que servían en el templo durante una semana cada 24 semanas; o sea, que en un año cada sacerdote servía en el templo en dos ocasiones, cada una de una semana de duración. No todos los sacerdotes vivían en Jerusalén; muchos vivían en Jericó, una ciudad cercana, o en otras ciudades repartidas por Israel. Por tanto, los que no vivían en Jerusalén tenían que desplazarse allá de dos a cinco veces al año.

No se nos da detalles sobre el sacerdote de este relato; pero los que oyeron a Jesús contar esta parábola debieron de suponer que regresaba a su casa en Jericó tras haber estado una semana sirviendo en el templo.

EL LEVITA

El tercer personaje de la parábola es el levita. Si bien todos los sacerdotes eran levitas, no todos los levitas eran sacerdotes. Aun así, los levitas que no eran sacerdotes desempeñaban una función en el templo. Eran considerados el clero bajo, de una categoría inferior a la de los sacerdotes. Al igual que los sacerdotes, servían en el templo dos semanas al año, en dos épocas diferentes.

Algunos levitas eran cantantes y músicos. Otros hacían de criados en el templo: a su cargo estaba la limpieza y conservación del templo, y ayudaban a los sacerdotes a ponerse y quitarse sus vestiduras. La policía del templo también estaba conformada por levitas. Montaban guardia en las puertas y en el patio de los gentiles, y en la entrada de los lugares a los que solo se permitía ingresar a los sacerdotes. También realizaban detenciones y aplicaban castigos siguiendo instrucciones del Sanedrín, el tribunal judío de la época.

EL SAMARITANO

Los samaritanos eran un pueblo que vivía en Samaria, una zona de colinas limitada al norte por Galilea y al sur por Judea. Aceptaban los cinco libros de Moisés, pero consideraban que Dios había escogido el monte Gerizim como lugar de culto, en vez de Jerusalén. En el año 128 a. C., el templo samaritano del monte Gerizim fue destruido por el ejército judío. Entre el año 6 y 7 d. C., unos samaritanos esparcieron huesos humanos en el templo judío, con lo que lo profanaron. Esos dos sucesos contribuyeron a la profunda hostilidad que había entre judíos y samaritanos.

Dicha animosidad se evidencia en el Nuevo Testamento, que cuenta que los judíos de Galilea que viajaban hacia el sur, a Jerusalén, con frecuencia daban un rodeo para no pasar por la región de Samaria. Eso significaba recorrer 40 kilómetros más y representaba dos o tres días más de viaje. Cuando un judío quería insultar a otro, lo llamaba samaritano. Se lo hicieron una vez a Jesús cuando le dijeron: «¿No decimos con razón que Tú eres samaritano y que tienes demonio?».

Fue en ese ambiente de hostilidad cultural, racial y religiosa que Jesús contó la parábola del buen samaritano.

EL INTÉRPRETE DE LA LEY

El último personaje es el intérprete de la Ley. Aunque no forma parte del relato, fueron las preguntas que le hizo a Jesús las que dieron pie a la parábola. Sin el diálogo entre Jesús y el intérprete de la Ley, la parábola queda fuera de su contexto original, y se pierden elementos significativos.

En la época del Nuevo Testamento, los intérpretes de la Ley eran escribas. Eran expertos en la ley religiosa, intérpretes y maestros de las leyes de Moisés. Estudiaban las cuestiones más espinosas y sutiles de la Ley y emitían su opinión. Eran tenidos en gran estima por sus conocimientos. Como muestra de respeto, la gente se levantaba cuando les hacía una pregunta.

A menudo tales maestros entablaban con otros maestros y rabinos debates y discusiones sobre cómo debían interpretarse y entenderse las Escrituras. Puede que este intérprete le planteara a Jesús sus preguntas con la intención de iniciar un debate. Quizá también lo hizo porque tenía inquietudes espirituales.

LA PARÁBOLA

Ahora que conocemos mejor a los personajes, veamos lo que sucedió cuando un intérprete de la Ley le hizo a Jesús unas preguntas en Lucas, capítulo 10, versículo 25: Cierto intérprete de la Ley se levantó, y para poner a prueba a Jesús dijo: «Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?»

El intérprete de la Ley se paró al dirigirse a Jesús y lo llamó «maestro». En otros pasajes de los Evangelios, se lo llama «rabí», que era el tratamiento que se daba a los maestros religiosos. La cuestión de cómo alcanzar la vida eterna era motivo de debate entre los eruditos judíos del siglo I, y se hacía particular hincapié en el cumplimiento de la Ley como forma de ganarse la vida eterna .

Y Jesús le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?» Respondiendo [el intérprete de la Ley], dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo».

Como se aprecia en los Evangelios, eso era justo lo que Jesús había estado enseñando; quizás el intérprete de la Ley se lo había oído decir. Su respuesta estaba tomada de dos pasajes de las Escrituras: Levítico 19:18 y Deuteronomio 6:5.

Jesús le dijo al intérprete de la Ley que tenía razón, que debía cumplir ese principio de amar a Dios con todo su ser y amar a su prójimo.

En su siguiente frase, el intérprete de la Ley está buscando la forma de justificarse ante Dios. El hombre quiere saber qué es lo que tiene que hacer, qué obras, qué actos debe realizar para justificarse, es decir, para merecerse la salvación. Pero queriendo [el intérprete de la Ley] justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?»

El intérprete de la Ley entiende que puede amar a Dios cumpliendo la Ley; pero eso de «amar a su prójimo» le parece un poco vago o confuso. Así que quiere saber quién es su prójimo, a quién concretamente tiene que amar. Sabe que en la categoría de «prójimo» están sus paisanos judíos. Pero ¿hay otros? Los gentiles no eran considerados «prójimos», aunque en Levítico 19:34 dice: El extranjero que resida con ustedes les será como uno nacido entre ustedes, y lo amarás como a ti mismo…

Entonces, sus prójimos serían probablemente sus paisanos judíos y todo extranjero que viviera en su ciudad. Cualquier otro desde luego no sería su prójimo, y menos los detestados samaritanos.

Es en respuesta a la pregunta: «¿Quién es mi prójimo?» —en otras palabras, a quién tengo que amar— que Jesús cuenta la parábola.

Jesús le respondió: «Cierto hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, los cuales después de despojarlo y de darle golpes, se fueron dejándolo medio muerto».

La distancia hasta Jericó era de unos 27 kilómetros, por un camino que tenía fama de peligroso a causa de los ladrones. En Oriente Medio, lo normal era que los bandidos golpearan a sus víctimas solo si estas se resistían; probablemente eso fue lo que hizo el hombre en cuestión, pues le quitaron la ropa, lo golpearon y lo abandonaron en el camino, inconsciente, medio muerto.

 

Por casualidad cierto sacerdote bajaba por aquel camino, y cuando lo vio, pasó por el otro lado del camino.

Es probable que el sacerdote volviera de una de sus semanas de servicio en el templo. Por su categoría social, seguramente iba montado en un burro y podría haber llevado a Jericó al hombre herido. El caso era que no tenía forma de saber quién era, o de qué nacionalidad era, puesto que estaba inconsciente y además desnudo. La ley mosaica obligaba al sacerdote a ayudar a un compatriota judío, pero no a un extranjero, y dadas las circunstancias no podía determinar si el herido era lo uno o lo otro.

Además, el sacerdote no sabía si el hombre estaba muerto o vivo y, según la Ley, si tocaba un cadáver o se acercaba a uno quedaría ceremonialmente impuro. Si se acercaba a menos de unos dos metros, y el hombre estaba muerto, el sacerdote quedaría contaminado, y para purificarse le haría falta una semana de ritos religiosos, en la que tendría que comprar un animal para sacrificar. Así que ayudar a ese hombre no identificable podía salirle caro. Al final, por el motivo que fuera, decidió pasar de largo por el otro lado del camino para guardar las distancias con él.

La parábola continúa: Del mismo modo, también un levita, cuando llegó al lugar y lo vio, pasó por el otro lado del camino.

El levita, que probablemente regresaba a su casa después de servir una semana en el templo, hace lo mismo que el sacerdote. Decide no ayudar.

El levita, por ser de una clase social inferior a la del sacerdote, posiblemente iba a pie. Aunque tal vez no habría podido llevar al hombre a ningún sitio, le podría haber administrado los primeros auxilios, pues no estaba sujeto a las mismas leyes de pureza que el sacerdote. No se nos dice el motivo por el que pasó de largo; pero es posible que, sabiendo que el sacerdote, que conocía mejor las leyes y obligaciones religiosas, no había hecho nada, supuso que lo mejor era no hacer nada él tampoco.  También es posible que no prestara ayuda porque temía por su propia seguridad. Los bandidos podían seguir cerca, y si se quedaba un rato ayudando al moribundo, podía terminar igual que él.

La tercera persona que hace su aparición es un samaritano despreciado, un enemigo. Jesús cuenta todo lo que este hace por el moribundo, cosas que los religiosos, el sacerdote y el levita, personas que servían en el templo, hubieran debido hacer.

Pero cierto samaritano, que iba de viaje, llegó adonde él estaba; y cuando lo vio, tuvo compasión. Acercándose, le vendó sus heridas, derramando aceite y vino sobre ellas; y poniéndolo sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un mesón y lo cuidó.

El samaritano, lo más seguro un mercader que transportaba vino y aceite y que tenía consigo al menos un animal, se compadeció del hombre golpeado. Primero cura sus heridas. Y echa vino y aceite en las heridas para limpiarlas, desinfectarlas y curarlas.

Además de eso, monta al hombre sobre su propio animal y lo lleva a una posada, supongo que en Jericó. El sacerdote podría haber llevado al hombre a Jericó para que lo atendieran. El levita podría haberle prestado al menos los primeros auxilios. Sin embargo, es el samaritano quien hace lo que ni el sacerdote ni el levita quisieron hacer.

El samaritano lleva al malherido a un mesón y lo cuida allá. Por su propia seguridad, habría sido más prudente dejar al hombre cerca de la ciudad o a las puertas de la misma; pero él lo llevó a la posada y pasó la noche cuidándolo. Y eso no fue todo lo que hizo.

Al día siguiente, sacando dos denarios se los dio al mesonero, y dijo: «Cuídelo, y todo lo demás que gaste, cuando yo regrese se lo pagaré».

Dos denarios equivalían al salario de dos días de un obrero. Le dejó dinero al posadero para garantizar que el hombre recibiera los cuidados necesarios durante su recuperación. El samaritano prometió volver y pagar todo gasto adicional para que el hombre golpeado estuviera seguro y continuara recibiendo atención. Probablemente el samaritano tenía negocios en Jerusalén y con frecuencia pasaba por Jericó cuando iba allá. Como era un cliente habitual del mesón, es lógico que el posadero se fiara de su promesa de que volvería y cubriría los gastos adicionales.

Al terminar la parábola, Jesús le pregunta al intérprete de la Ley: «¿Cuál de estos tres piensas tú que demostró ser prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» El intérprete de la Ley respondió: «El que tuvo misericordia de él». «Ve y haz tú lo mismo», le dijo Jesús.

La pregunta del intérprete de la Ley era: «¿Quién es mi prójimo?» Jesús no le respondió de la forma concreta que él quería, sino que contó una parábola y luego le preguntó quién se había portado como prójimo del hombre asaltado. El intérprete de la Ley quería una respuesta categórica y simple, como: «Tu prójimo es todo paisano judío, así como cualquiera que se haya convertido al judaísmo y todo extranjero que viva entre ustedes». Pero la parábola de Jesús demostró que no se puede hacer una listita que reduzca las personas que estamos obligados a amar o que debemos considerar nuestro prójimo. Jesús aclaró que el prójimo son las personas necesitadas que Dios pone en nuestro camino.

Lo último que le dijo Jesús al intérprete de la Ley fue: «Ve y haz tú lo mismo». Con eso le indicó que era su pregunta la que no estaba bien. En vez de querer averiguar a quién tenía la obligación de amar, debería haber preguntado: «¿De quién debo hacerme prójimo?» Mediante esta parábola Jesús dejó bien claro que su prójimo —nuestro prójimo— es cualquiera que tenga necesidad, sea cual sea su raza, su religión o su posición en la comunidad. El mensaje de Jesús es que no hay límites a la hora de decidir a quién manifestar amor y compasión. La compasión va mucho más lejos que lo que requiere la ley. Hasta se nos pide que amemos a nuestros enemigos.

Hacer de prójimo de los necesitados puede salir caro. El samaritano arriesgó su integridad física. El aceite, el vino, la tela y el dinero supusieron un costo económico. Lo que hizo le tomó tiempo, energías y recursos. Amar a los demás es un sacrificio; a veces es incluso peligroso.

Como cristianos, como discípulos de Jesús, se nos manda amar al prójimo como a nosotros mismos. No hay reglas absolutas acerca de quién es nuestro prójimo, pero está claro que cuando el Señor pone a un necesitado en nuestro camino, lo hace con la expectativa de que demostremos ser su prójimo.

La parábola nos exhorta a «ir y hacer nosotros lo mismo», a ser compasivos y amorosos.

Las personas golpeadas con las que nos encontramos en la vida tal vez no estén medio muertas físicamente a un lado del camino. Pero son tantos los que necesitan que les manifiesten amor y compasión, y tener a alguien que los ayude o que esté dispuesto a escuchar su clamor, para convencerse de que tienen valor, de que alguien los ama y cuida de ellos. Si Dios te pone a ti en su camino, es posible que te esté llamando a ser ese alguien.

Puedes manifestar tu compasión prestando ayuda material o apoyo emocional, ofreciendo tu amistad o ayuda espiritual. Puedes echar una mano a alguien en aprietos económicos, o brindarle apoyo moral, o conectarlo con Jesús y Su Palabra.

Cristo nos llama a ser compasivos. Como hizo con el intérprete de la Ley y los primeros que lo oyeron contar esta parábola, Él nos exhorta a actuar, a ir y hacer nosotros lo mismo.

El fariseo y el cobrador de impuestos

PETER AMSTERDAM

La parábola del fariseo y el recaudador de impuestos figura únicamente en el capítulo 18 del libro de Lucas, versículos 9–14. Entre otras cosas, trata del elemento fundamental de la salvación. Comencemos por estudiar a los dos personajes de la parábola.

EL FARISEO

Los fariseos eran miembros de la sociedad judía que tenían convicciones muy fuertes acerca de observar tanto las leyes de Moisés como las tradiciones recibidas de sus antepasados. Tales tradiciones no formaban parte de la ley mosaica, pero los fariseos las ponían al mismo nivel.

El término fariseo significa «separados». Se esforzaban por cumplir la ley de Moisés, sobre todo los mandamientos que tenían que ver con el diezmo y la pureza. Muchos judíos no observaban las leyes sobre los alimentos, la preparación de los mismos y el lavado de manos; por eso los fariseos eran cuidadosos a la hora de comer con otras personas, a fin de no volverse ritualmente impuros. Algunos criticaron a Jesús por comer con pecadores, y menospreciaron a Sus discípulos por ingerir alimentos sin haberse lavado las manos. También censuraron a Jesús más de una vez por quebrantar las leyes sobre el sábado.

En asuntos religiosos, los fariseos tenían fama de pasarse de la raya. La mayoría de los judíos no observaban la ley mosaica tan rigurosamente como los fariseos; por eso los judíos de la época de Jesús consideraban a los fariseos muy justos y piadosos.

EL COBRADOR DE IMPUESTOS

Los romanos, que gobernaban Israel en tiempos de Jesús, exigían tres tipos de impuestos: el impuesto territorial, la capitación y los derechos de aduana. Los impuestos se empleaban para pagar tributo a Roma, que había conquistado Israel en el año 63 a. C.

Lo más probable es que el recaudador de impuestos de la parábola estuviera vinculado al sistema aduanero. En todo el Imperio romano había un sistema de peajes y gabelas que se recolectaban en los puertos, en las oficinas de impuestos y en las puertas de las ciudades. Las tarifas oscilaban entre el dos y el cinco por ciento de los bienes transportados de una ciudad a otra. En viajes largos, una persona que transportara artículos podía ser gravada múltiples veces. El valor de los artículos lo determinaba el cobrador.

Aunque existía cierto control, con frecuencia los recaudadores, para obtener ganancias, tasaban los artículos en mucho más de su valor real. Detenían a los viajeros en los caminos y exigían esos tributos, que se podían pagar en moneda o renunciando a una parte de los artículos. Los contribuyentes consideraban que eso era robo institucional.

Cuando unos recaudadores de impuestos fueron donde Juan el Bautista para ser bautizados y le preguntaron qué debían hacer, él respondió: «No exijáis más de lo que os está ordenado», una clara indicación de que cobraban de más para su propio beneficio.

Los recaudadores de impuestos eran despreciados. Eran calificados de extorsionistas e injustos. Se los consideraba religiosamente impuros; por consiguiente, su casa y toda casa en la que entraran también era considerada impura. Con frecuencia se metía en el mismo saco a los detestados cobradores de impuestos, los pecadores y las prostitutas. Los tildaban de ladrones, y la gente respetable los rehuía. Desde luego el recaudador de la parábola no es una persona íntegra; es un sinvergüenza, y él es consciente de ello, como se evidencia por sus acciones en el Templo y su oración.

LA PARÁBOLA

A unos que confiaban en sí mismos como justos y menospreciaban a los otros, [Jesús] dijo también esta parábola:

Lucas hace una introducción para explicar que la parábola es acerca de las personas que piensan que pueden alcanzar la justicia por méritos propios. Jesús cuenta la parábola a unos que tienen mucha confianza en sí mismos, se estiman muy rectos y consideran a otros inferiores e indignos de respeto.

Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano [cobrador de impuestos.

Las palabras subir y, más adelante en la parábola, descender hacen referencia a la elevación del Monte del Templo, que era el punto más alto de la ciudad. Era costumbre orar dos veces al día, una en la mañana y otra en la tarde, los dos momentos del día en que se ofrecían en el Templo sacrificios de expiación.

Las primeras personas que oyeron esta parábola debieron de suponer que el fariseo y el cobrador de impuestos subían al Templo para asistir a uno de los sacrificios diarios de expiación y orar.

El fariseo se puso de pie aparte de los demás, y empezó a orar: “Oh, Dios, te doy gracias porque no soy como los demás. No soy como los ladrones, los injustos y los que cometen el pecado de adulterio. Te doy gracias porque tampoco soy como este cobrador de impuestos. Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que gano”.

El fariseo oró apartado de los demás; se separó de los demás fieles. Si su ropa tocaba la de una persona impura, él también quedaba impuro. Y no iba a hacer eso una persona que se preocupaba mucho por conservarse pura y santa. Oró de pie, mirando hacia arriba, como era habitual entre los judíos.

También era costumbre rezar en voz alta, así que había bastantes posibilidades de que otros oyeran su oración. Quizá pretendía hacer una oración sermoneadora —ya saben a qué me refiero—, en la que uno reza con la intención de sermonear a los demás en vez de dirigirse verdaderamente al Señor.

Teniendo en cuenta que las oraciones judías en el siglo I eran por lo general confesiones de pecados, expresiones de gratitud por favores recibidos o peticiones para uno mismo o para los demás, es probable que su intención fuera más sermonear que rezar. No confiesa ningún pecado, no da gracias a Dios por ninguna bendición, ni pide nada para sí ni para otras personas. Da la impresión de estar señalándoles a los demás lo malos que son, despreciándolos, y proclamando su rectitud y su observancia de la Ley. Se compara con los demás y recalca lo aplicado que es él en su religiosidad al lado de ellos.

El fariseo se siente satisfecho de sí mismo y moralmente superior. Desprecia a los que no guardan la Ley como él. Los desdeña, le repugnan, y da gracias a Dios por no ser como ellos. Se cree la rectitud personificada, y el primer público que oyó la parábola lo debió de ver así.

Totalmente distintas son la conducta y la oración del cobrador de impuestos.

Pero el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.

El cobrador de impuestos se queda lejos de los demás, no porque él sea recto, sino porque se sabe pecador. No levanta la vista al cielo porque se siente indigno. Extorsiona a la gente y le cobra de más. Es un estafador. No le parece que merezca estar con el pueblo de Dios, y se considera indigno de conversar con Dios.

Está apartado de los demás, golpeándose el pecho, y reza: “Dios, sé propicio a mí, pecador”.

El cobrador de impuestos pide propiciación por sus pecados, expiación. No le ruega a Dios misericordia en general; pide expiación, que se le perdonen sus pecados.

Y resulta que lo consigue. Jesús termina así la parábola: Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.

Ese final dejó asombrados a los primeros oyentes. El fariseo habría sido tenido por una persona justa y respetable, puesto que no solo cumplía lo que mandaba la Ley, sino que hacía incluso más. Por otra parte, el cobrador de impuestos habría sido considerado un pecador, odiado y vilipendiado por prácticamente todo el mundo, y con razón. De ninguna manera habría sido tenido por justo.

Sin embargo, ¿quién dice Jesús que fue a su casa justificado, es decir, hecho justo? ¿El que confiaba en su justicia a causa de sus buenas obras, o el que le suplicó a Dios misericordia? ¿El que era considerado santo por los demás? ¿El que menospreciaba a los otros porque no eran tan religiosos como él y se apartaba de los que eran impuros y pecadores? ¿O el que se sabía pecador y se humilló, consciente de que todas las buenas obras que hiciera no lo iban a salvar, y genuinamente arrepentido le pidió a Dios misericordia, perdón y salvación?

Así funciona la gracia salvífica de Dios: recibe salvación quien reconoce humildemente su necesidad de Dios, no el que tiene una opinión muy elevada de sí mismo y confía en que sus buenas obras y su religiosidad lo van a salvar. No me vayan a malinterpretar: hacer buenas obras que ayuden a los demás es estupendo; pero esas obras no nos salvan. Uno no consigue de esa manera un montón de puntos a favor que compensen los puntos en contra. No podemos ganarnos a pulso la salvación o el perdón de nuestros pecados. Es simplemente un bello regalo que Dios nos ofrece.

Es cierto que la parábola muestra la necesidad de ser humildes cuando nos presentamos ante Dios en oración y nos advierte que no nos consideremos moralmente superiores por hacer buenas obras y desdeñemos, despreciemos o censuremos a los demás; no obstante, el tema principal es la gracia de Dios. El mensaje es que nuestras obras no nos salvan; nos salva la gracia de Dios. Por causa de Su gran amor, misericordia y gracia, Dios dispuso una forma de que se nos perdonaran nuestros pecados y pudiéramos establecer una buena relación con Él. Somos justos delante de Él porque nuestros pecados han sido expiados, no por nuestra observancia de las leyes religiosas.

Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe.

La parábola revela que a Dios no le impresionan los actos piadosos ni los sentimientos de superioridad, sino que Él es un Dios misericordioso que reacciona ante las necesidades, las sinceras oraciones y el arrepentimiento de las personas. Como dice en Isaías 66:2: «Yo miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu y que tiembla a Mi palabra».

Dios es amor y misericordia. Ama a la humanidad y ha dispuesto una forma de que nos salvemos mediante la muerte sacrificial de Jesús. Anhela ardientemente salvar a todos, incluso a los que para el mundo son los peores pecadores, como el cobrador de impuestos de esta parábola.

Como cristianos, debemos hacer todo lo posible por ayudar a otros a conocerlo, viviendo de una manera que ponga de relieve el amor, la misericordia y la comprensión que nuestro amoroso Salvador nos ha manifestado a todos; y además debemos comunicar la maravillosa noticia de que para conocer a Dios basta con aceptar el regalo que nos ofrece, la salvación por gracia.

Lo perdido es encontrado

PETER AMSTERDAM

En el capítulo 15 de Lucas, Jesús expresa de una forma bien hermosa los sentimientos de Dios en lo tocante a la salvación y restauración. Mediante tres parábolas con un argumento similar —la de la oveja perdida, la de la moneda perdida y la del hijo perdido— defiende Su relación con los pecadores y reprueba la actitud de quienes lo criticaban y censuraban. En este segmento presentaré las dos primeras, y en el siguiente continuaré con la del hijo perdido.

El relato comienza de esta manera: Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírlo, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este recibe a los pecadores y come con ellos».

Los fariseos y legistas criticaban a Jesús porque no solo comía con pecadores, sino que además los recibía. Desaprobaban que comiera informalmente con ellos y que aceptara invitaciones para comer en sus casas, y quizá todavía más que los recibiera, es decir, que les manifestara hospitalidad. Tener invitados a la mesa y comer con ellos tiene un significado especial y es señal de aceptación

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LA OVEJA PERDIDA

En respuesta a las críticas de los fariseos y escribas, Jesús se defiende y explica Sus acciones mediante tres parábolas, la primera de las cuales constituye una de las imágenes verbales más conocidas de la Biblia:

¿Qué hombre de vosotros, si tiene cien ovejas y se le pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la que se perdió, hasta encontrarla? Cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso, y al llegar a casa reúne a sus amigos y vecinos, y les dice: «Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido». Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento.

La defensa de Jesús comienza con la pregunta: «¿Qué hombre de vosotros, si tiene cien ovejas…?» Aunque en el Antiguo Testamento hay pasajes que se refieren a los pastores de un modo positivo, y Dios es llamado el Pastor de Israel, en la Palestina del siglo I el trabajo de pastor no era muy bien visto. En tiempos de Jesús, los ovejeros eran catalogados automáticamente de pecadores, por el hecho de que su oficio tenía mala fama. Con frecuencia los pastores eran considerados ladrones, pues llevaban sus ovejas a pastar en tierras ajenas. No se les permitía dar testimonio en juicios. En esencia, tenían el mismo estatus que los odiados recaudadores de tributos. La primera frase de Jesús ya es de por sí una provocación, pues está pidiendo a los dirigentes religiosos que se imaginen a sí mismos como pastores —y pecadores—, siendo que no se consideraban así. Jesús también hace la pregunta de esa manera con la intención de obtener el asentimiento de los oyentes, la aceptación de que todo pastor en esa situación buscaría la oveja perdida.

Las ovejas son animales gregarios; viven en rebaño, y cuando una se separa de él, se desconcierta. Se acuesta, se niega a moverse y espera a que llegue el pastor. Al encontrar la oveja, el pastor la recoge, se la echa a los hombros y la lleva a casa. Eso cuesta más de lo que uno se imagina. Una oveja de tamaño medio pesa unos 34 kilos, y caminar una gran distancia llevándola sobre los hombros sería difícil y pesado.

El pastor considera importante la oveja perdida, a pesar de no ser más que una entre cien. Se perdió y había que encontrarla; y cuando la encuentra, el pastor se regocija. Lo siguiente es cargarla laboriosamente hasta la casa y dejarla con el rebaño. Pero la parábola no termina ahí.

Y al llegar a casa reúne a sus amigos y vecinos, y les dice: «Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido».

El pueblo entero se alegra de que el pastor que buscaba solito la oveja regrese sano y salvo, habiéndola encontrado ilesa. La expresión que se emplea en el texto griego para decir «reúne a sus amigos y vecinos» se usa a veces para referirse a una invitación a un banquete. Es posible que parte del regocijo de la gente consistiera en celebrar juntos la ocasión con una comida. Veremos la misma situación de regocijo y posiblemente festejo en la segunda parábola, cuando se encuentra la moneda. ¡El hallazgo y la recuperación de lo que estaba perdido es causa de alegría!

Jesús termina la parábola con estas palabras: Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento.

Jesús declara enfáticamente que Dios se alegra sobremanera cada vez que una persona accede a la salvación. «Más gozo en el cielo» puede entenderse en el sentido de que «Dios se alegra enormemente» cuando un pecador se arrepiente.

En respuesta a las críticas por el amoroso trato que dispensaba a los pecadores, Jesús contó una parábola sobre el deseo de Dios de buscar a los perdidos y comprar su salvación o recuperación, y sobre la alegría que siente Él cada vez que uno de ellos es hallado. Jesús presentó una imagen verbal que muestra la manera de ser de Su Padre y el amor que siente por todos los que necesitan salvación, sin importar quiénes sean ni la clase social a la que pertenezcan. Queda de manifiesto que la actitud de los fariseos, que se quejaban de que Él se relacionara con pecadores, es contraria a la naturaleza y personalidad de Dios. En vez de ir a buscar las ovejas perdidas, los fariseos propugnaban separarse de los pecadores perdidos.

Esta parábola, como muchas otras, sigue el esquema de ir de lo menor a lo mayor: Si el humilde pastor busca y recupera la oveja perdida, ¡cuánto más Dios buscará y rescatará a Sus hijos perdidos!

LA MONEDA PERDIDA

Jesús insiste en ello una segunda vez con la parábola de la moneda perdida. Se trata de una reflexión más sobre la pregunta que Él planteó en la primera parábola, solo que esta vez el protagonista no es un despreciado pastor, sino una mujer. En la Palestina del siglo I, las mujeres eran consideradas inferiores a los hombres. En ambas parábolas, Jesús crea de entrada un pequeño efecto de choque al poner como protagonistas a personas a las que los oyentes se consideraban superiores.

¿O qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una dracma, no enciende la lámpara, barre la casa y busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, y les dice: “Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido”. Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.

En aquella época, la mayoría de los pueblos agrícolas eran bastante autosuficientes, tejían su propia ropa y cultivaban sus alimentos. El dinero era escaso, y por consiguiente en un hogar campesino la moneda perdida tenía mucho más valor que el sueldo diario al que equivalía monetariamente. Da la impresión de que para esta mujer perder la moneda representaba un gran perjuicio. La gravedad de la pérdida queda de relieve al compararla con la de la primera parábola, en la que se perdió una oveja de cien. Aquí es una moneda de diez, y veremos que en la parábola del hijo perdido es un hijo de dos.

Generalmente las casas pobres de Palestina tenían una sola puerta y quizás un hueco en la pared de piedra, cerca del tejado, que servía de ventilación, por lo que en el interior había muy poca luz natural. De ahí que encender una lámpara y barrer el suelo fuera la manera más lógica de buscar diligentemente la moneda. Uno puede imaginarse la ansiedad de la búsqueda y a la mujer barriendo con esmero cada sitio en el que podría estar, corriendo los muebles y barriendo una y otra vez hasta que la encuentra. Como el pastor que buscaba la oveja, ella busca la moneda «hasta encontrarla». En esta parábola, el énfasis está en la búsqueda cuidadosa.

Al encontrar la moneda perdida, llama a sus amigas y vecinas para que se regocijen con ella. Las palabras «gozaos conmigo» son las mismas que dijo el pastor a sus vecinos. La mujer, al igual que el pastor, invita a sus amigas y vecinas a participar de su alegría por haber encontrado lo que estaba perdido.

Jesús entonces repite una expresión de la primera parábola: «Os digo» o, en otras versiones, «les aseguro». Es una expresión que se usa en los cuatro Evangelios cuando Jesús va a hacer una declaración de peso, y aparece 45 veces en el de Lucas. En este caso, Él va a proclamar: Hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.

«Gozo delante de los ángeles», también traducido como «alegría en presencia de los ángeles», equivale al «gozo en el cielo» de la primera parábola. Expresa la alegría de Dios por la recuperación de lo perdido.

El hecho de que la mujer encienda la lámpara, barra toda la casa y busque la moneda es una analogía de la diligencia y el esfuerzo con que Dios busca a los perdidos. Como en el caso del pastor que fue tras la oveja perdida, Jesús quiere enfatizar que si una mujer que pierde una moneda la busca tan diligentemente y se alegra tanto cuando la encuentra, ¿cuánto más no buscará Dios a los que están perdidos y se regocijará cuando sean hallados?

Estas dos primeras parábolas de las tres que contó Jesús para responder a los fariseos y escribas que lo censuraban por comer y tratarse con pecadores arrojan luz sobre cómo entiende Dios la redención y restauración. En estas parábolas vemos a Dios representado por un pastor y por una mujer. Ambos valoran lo que está perdido, hacen un esfuerzo significativo para recuperarlo y se alegran tremendamente al encontrarlo.

A diferencia de los fariseos y escribas, que criticaban a Jesús por las personas con que andaba, Dios quiere salvar a los que están perdidos. No se fija en su estatus, ni en sus riquezas, ni en su procedencia, ni en su religiosidad o falta de ella. Los busca porque están perdidos y es preciso encontrarlos. Los busca porque los ama, se preocupa por ellos y desea que vuelvan a Él.

Los fariseos se relacionaban únicamente con los que consideraban justos, y se apartaban de los que tenían por injustos. Las acciones y palabras de Jesús pusieron de manifiesto que la intención de Dios es buscar a los perdidos, teniendo contacto con los que están separados de Él y necesitan redención y restauración, comiendo con ellos, recibiéndolos y tratándolos con amor e interés. A diferencia de los fariseos, Él estaba dispuesto a asociarse con pecadores para conducirlos a la salvación. Entendía el sentir de Dios.

Dios, al obrar por medio de Su Espíritu para convencer al mundo de su error en lo referente a la justicia y al juicio, no solo hace un esfuerzo por buscar a los perdidos, sino que además los restaura, como se evidencia en la abnegación del pastor que carga sobre sus hombros la oveja perdida para llevarla de nuevo con el rebaño. Se advierte ese mismo sacrificio en Jesús, que dio Su vida por nosotros, para salvarnos y llevarnos a Su Padre. Y cuando eso sucede, ¡Dios se alegra en gran manera!

Nos hace bien recordar que Dios con frecuencia se vale de nosotros para buscar a los perdidos. Una de nuestras misiones como cristianos es comunicar el Evangelio a los necesitados. ¿Nos ponemos a disposición del Señor cuando Él hace que nos crucemos con algún necesitado? ¿Prestamos atención para reconocer a las personas a las que Él nos quiere conducir? Y cuando nos vemos frente a alguien que precisa el amor y la verdad de Dios, ¿actuamos oportunamente para testificarle de verdad y transmitirle el mensaje divino con palabras que entienda?

El escritor Klyne Snodgrass lo presenta de esta manera:

Jesús no aprobaba el pecado, pero tampoco dejaba a la gente sumida en él ni expresaba el menor desdén por los pecadores. A imagen de Su Padre, los invitaba a aceptar el perdón de Dios y a participar en Su reino. Digamos lo que digamos, la gracia iniciadora y la aceptación divina que manifestó Jesús deben ser evidentes en todo lo que hagamos.

Emulemos todos la manera de ser y la personalidad de Dios al relacionarnos con personas que necesitan Su amor y salvación.

El padre y los hijos perdidos

PETER AMSTERDAM

En esta tercera parábola del capítulo 15 de Lucas, Jesús sigue respondiendo a las críticas de los escribas y fariseos, que lo censuraban por andar con pecadores. Consta de tres partes: la partida del hijo menor, su regreso a casa y la bienvenida que le dispensa su padre, y la conversación final entre el padre y el hermano mayor.

LA PARTIDA

«Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde”. Y les repartió los bienes. No muchos días después, juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada.

La insólita petición del hijo menor debió de sorprender y escandalizar a los oyentes originales. El hijo pide que se le entregue la parte de la herencia que habría de recibir a la muerte de su padre, estando este aún vivo y gozando de buena salud. Prácticamente está diciendo que para él es como si su padre estuviera ya muerto. A todos los efectos, con ese acto está rompiendo con él. La falta de respeto para con el padre es tan grande que muy probablemente los oyentes se esperaban que Jesús a continuación les contara que el padre montó en cólera y castigó a su hijo por semejante ingratitud y falta de respeto.

Pero el padre acepta y reparte la propiedad entre sus hijos. Según la ley mosaica, el mayor debía recibir el doble —en este caso dos tercios de todo lo que poseía el padre— y el menor un tercio. Un padre podía repartir sus bienes —por lo general eran tierras— entre sus hijos en el momento en que quisiera. De todos modos, al hacer eso les traspasaba la propiedad, pero no el control de la tierra. El control de la tierra y de los frutos que esta produjera quedaba en manos del padre hasta su muerte. Este podía guardarse cualquier parte de la cosecha que quisiera, y lo que él no usara era para sus hijos. El padre no podía vender la tierra, pues esta era de sus hijos; pero seguía controlando su uso y su producción. Los hijos podían vender la propiedad si querían; pero el nuevo dueño solo podía tomar posesión de ella después de la muerte del padre. Estas reglas protegían a los padres y garantizaban su sustento hasta el fin de sus días.

El hijo menor quería vender su herencia a cambio de efectivo. Al hacer eso, no manifestó el menor interés en el futuro de su padre. No solo lo trató como si ya estuviera muerto, sino que además lo privó de la parte de los frutos que le correspondía en su vejez. La respuesta del padre, que accede no solo a darle al hijo menor su parte de la herencia, sino también el derecho a venderla, debió de parecerles inconcebible a los que oyeron la parábola.

Se sobreentiende que el hijo menor vendió su parte de la herencia y se llevó el dinero consigo a otro país, o sea, fuera de Israel, a algún país de los gentiles.

El hermano mayor, que recibe su parte de la herencia al mismo tiempo —como evidencia la frase «les repartió los bienes»—, obtiene la posesión de la tierra restante, pero no el control. A medida que progresa el relato queda claro que el padre sigue siendo el jefe del hogar y de la finca, ya que más adelante en la parábola le dice al hijo mayor: «Todas mis cosas son tuyas», por el hecho de que el hijo mayor tendrá la propiedad y el control de todo cuando el padre muera.

INFORTUNIOS DEL HIJO MENOR

Seguidamente Jesús cuenta lo que le pasa al hijo menor: «Juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada, y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia y comenzó él a pasar necesidad».

Al marcharse de la casa de su padre, el hijo menor se  lanza a una vida que puede describirse como desenfrenada y desordenada, con la que termina perdiendo todo lo que tenía. Veremos más adelante que el hermano mayor lo acusa de haber gastado el dinero en prostitutas y vicios, pero eso no está específicamente confirmado en el relato.

Después que se gasta toda la plata, sobreviene una hambruna. Si no hubiera habido hambre, probablemente podría haberse mantenido trabajando; pero en época de escasez debía de haber muy pocas posibilidades de trabajo. Como veremos, el trabajo que consigue ni siquiera le da para comer.

«Entonces fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual lo envió a su hacienda para que apacentara cerdos. Deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba».

Según la Ley, los cerdos eran animales inmundos, y textos judíos posteriores declaran maldito a cualquiera que los críe. El chico se siente profundamente degradado por estar cuidando de marranos, y para colmo pasa hambre y tiene envidia de lo que comen los cerdos. Sabe que si no hace algo rápido se va a morir de hambre. En ese momento «vuelve en sí».

«Volviendo en sí, dijo: “¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros’”».

El significado de la expresión «volviendo en sí» ha sido objeto de múltiples debates entre los que estudian las parábolas y escriben sobre ellas. Como sea que se interprete, está claro que el hijo entra en razón y se da cuenta de lo tonto que ha sido, lo cual podría ser un primer paso en el proceso de arrepentimiento.

Decide volver con su padre, confesar su error y su pecado y pedirle que lo acepte como jornalero. ¿Cuál cree él que ha sido su pecado, y cuál debieron de considerar los oyentes originales que había sido? Muy probablemente no haber honrado a su padre y por consiguiente haber quebrantado el quinto mandamiento, al irse de casa con su parte de los bienes y por tanto no haber tenido la intención de cumplir su obligación de contribuir al sustento de su padre en su vejez. Vendió y malgastó los medios que normalmente habrían servido para mantener al padre cuando dejara de trabajar y entregara la finca a sus hijos.

Recordando que a los «jornaleros» de su padre no les falta la comida, tiene pensado pedirle a su padre que lo acepte como jornalero. Por consiguiente, ya no tendría categoría de hijo. De todos modos, ve eso como una opción mejor que su situación inmediata, en la que pronto se va a morir de hambre.

En el discurso que piensa decirle a su padre hay una confesión de culpabilidad: «He pecado»; una admisión de haber echado a perder la relación con él: «Ya no soy digno de ser llamado tu hijo», yuna propuesta de solución: «Hazme como a uno de tus jornaleros». Puede entenderse que el hijo desea trabajar por un salario para devolverle al padre el dinero que ha despilfarrado.

EL REGRESO A CASA

«Entonces se levantó y fue a su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia, y corrió y se echó sobre su cuello y lo besó. El hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”».

Muy probablemente la reacción del padre al ver de lejos a su hijo debió de sorprender a los oyentes originales. Después que el hijo avergonzó a su padre delante de todo el pueblo, habría sido justo y razonable que el padre dejara que el hijo se acercara y pasara caminando por el pueblo ante las miradas de desaprobación de la gente. Pero no. El padre, lleno de misericordia, corre hacia él. El hijo está lejos, quizás apenas está aproximándose al pueblo cuando el padre lo ve. Este corre hacia él, algo que un anciano decoroso no hacía nunca en público. Para ello habría tenido que subirse la vestimenta y mostrar las piernas, lo cual en la cultura de aquel entonces se habría considerado vergonzoso. Lo primero que hace el padre es abrazar y besar a su hijo, antes incluso de escuchar lo que este le quiere decir.

«El hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Pero el padre dijo a sus siervos: “Sacad el mejor vestido y vestidle; y poned un anillo en su dedo y calzado en sus pies”».

El hijo empieza a pronunciar el discurso que ha ensayado, pero el padre no lo deja terminar. Lo interrumpe sin darle oportunidad de explicar cómo considera que lo deben tratar. Después de oír al hijo manifestar que no es digno de ser llamado así, el padre no necesita escuchar nada más. Ordena a sus criados que le pongan el mejor vestido, un anillo y zapatos. Con esos actos el padre da a conocer que se ha reconciliado con su hijo. Cuando los invitados a la fiesta vean al hijo vestido con la ropa del padre, con un anillo en el dedo y zapatos en los pies, entenderán y aceptarán que el padre se ha reconciliado con su hijo y que también ellos deben acogerlo en la comunidad. Aparte del mensaje para los criados y vecinos, hay también un fuerte mensaje para el hijo, un mensaje de perdón. El hijo se da cuenta de que la reconciliación con su padre no se producirá porque él adopte el estatus de jornalero y le devuelva el dinero. No va a poder ganársela.

La bienvenida del padre es un acto de gracia inmerecida, de perdón. Nada que haga el hijo puede remediar lo que hizo antes. El padre no desea el dinero perdido; quiere a su hijo perdido.

«“Traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta”».

A continuación, el padre manda matar y cocinar un ternero gordo. El hecho de que se prepare un animal de buen tamaño para la celebración indica que se va a servir comida a muchas personas. Eso da a entender que es probable que todo o casi todo el pueblo esté invitado a la fiesta, y tienen un becerro gordo reservado precisamente para una gran ocasión de ese tipo. El padre revela su motivo para regocijarse y festejar cuando exclama: «“Porque este, mi hijo, muerto era y ha revivido; se había perdido y es hallado”. Y comenzaron a regocijarse»

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EL HIJO MAYOR

Pasamos ahora a la siguiente fase de la parábola con la aparición del hijo mayor.

«El hijo mayor estaba en el campo. Al regresar, cerca ya de la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados le preguntó qué era aquello. El criado le dijo: “Tu hermano ha regresado y tu padre ha hecho matar el becerro gordo por haberlo recibido bueno y sano”. Entonces se enojó y no quería entrar».

El hijo mayor, al terminar la jornada de trabajo, vuelve del campo, que debía de estar a cierta distancia del pueblo y de la casa del padre. Durante buena parte del día habrían estado haciendo preparativos para la fiesta, matando, sazonando y cocinando el ternero gordo y preparando el resto de la comida.. El hijo mayor regresa del campo una vez comenzada la fiesta, probablemente como muchos otros hombres del pueblo que han estado trabajando en el campo.

El hijo mayor pregunta a uno de los criados qué está pasando, y es de imaginar que le hace también otras preguntas, porque más tarde, cuando habla con su padre, es plenamente consciente de que a su hermano no le queda nada de la herencia. Al enterarse del motivo de la celebración y de que su padre ha recibido nuevamente en casa al hijo menor, se pone furioso.

En una fiesta así era habitual que el hijo mayor estuviera atendiendo a los invitados, como parte de sus obligaciones en calidad de coanfitrión juntamente con su padre. Pero el hermano mayor, saltándose el protocolo, se niega públicamente a entrar en la casa y unirse a la celebración, y seguidamente discute con su padre a la vista de todos, como veremos. Su proceder es sumamente irrespetuoso e insolente.

«Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrara. Pero él, respondiendo, dijo al padre: “Tantos años hace que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino este hijo tuyo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo”».

Arriesgándose a quedar humillado y avergonzado delante de sus invitados, el padre deja la fiesta para suplicarle a su hijo que se una a la celebración. La respuesta del hijo denota impertinencia, resentimiento, rencor, y revela cómo ve la relación con su padre. Dice que lleva años trabajando como un burro para él, y demuestra tener más una actitud de esclavo que de hijo. Seguidamente lo acusa de favoritismo por haber honrado al hijo menor con un becerro gordo, mientras que jamás le ha dado a su primogénito un cabrito siquiera para comer con sus amigos. Además se niega a tener ninguna relación con su hermano al referirse a él como «este hijo tuyo». Y acusa a su hermano de derrochar en prostitutas las riquezas de su padre a fin de degradarlo aún más delante de este.

En esencia está diciendo: «Yo he sido el hijo bueno, he trabajado para ti. Te he obedecido, y estás en deuda conmigo». Se pone de manifiesto que el hijo mayor, al igual que el menor, ha estado más interesado en los bienes materiales de su padre que en la relación con él. Al padre debe de dolerle mucho oír esto.

¿Cómo reacciona el padre? Exactamente de la misma manera que con su otro hijo perdido: con amor, bondad y misericordia. Dice: «“Hijo, tú siempre estás conmigo y todas mis cosas son tuyas”».

La relación que tiene con él el hijo mayor está dañada —como ocurría con el menor—, y el padre desea repararla. Ambos hijos necesitan reconciliarse con su padre y restaurar su relación con él. Ambos reciben el mismo amor de su padre, amor comunicado con humildad.

La última frase del padre expresa su alegría por el hecho de que el hijo menor ya no esté perdido. «“Era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano estaba muerto y ha revivido; se había perdido y ha sido hallado”».

Queda a discreción del oyente imaginar si el hermano mayor, que también estaba perdido, será hallado y restaurado, porque no se nos dice su respuesta.

RECONCILIACIÓN Y RESTAURACIÓN

Al contar esta parábola en el contexto en que lo hizo, Jesús quiso expresar el motivo por el que comía y se relacionaba con recaudadores de impuestos y pecadores que acudían a Él. Su misión era manifestar el amor y la gracia de Su Padre para con todos los perdidos, a fin de traer reconciliación y restauración. Su ministerio consistía en buscar y salvar lo perdido[14]. Al criticar a Jesús por tratarse con pecadores, los fariseos, al igual que el hermano mayor, se mostraban incapaces de regocijarse por el hecho de que lo perdido hubiera sido encontrado y sus hermanos hubieran sido acogidos en los brazos de su Padre, amados por Él y reconciliados con Él. Los fariseos habían servido a Dios, habían guardado Sus mandamientos y, al igual que el hermano mayor, consideraban que se habían ganado un lugar en la casa del Padre. Sin embargo, como el hermano mayor, no habían entendido la clase de relación que Dios anhela: la que se tiene con un hijo, no con un criado.

Esta parábola nos muestra algo bien hermoso de Dios nuestro Padre. Él es todo compasión, gracia, amor y misericordia. Como el padre de la parábola, deja que tomemos decisiones por nosotros mismos, y nos ama independientemente de cuáles sean nuestras decisiones y sus consecuencias. Él desea que todos los que se han descarriado, todos los perdidos, todos aquellos cuya relación con Él está dañada, vuelvan a casa. Los está esperando, y los recibe con gran alegría y celebración.

Esa es la actitud de Dios frente a cada persona. Él nos ama entrañablemente y anhela tener una relación viva con todos. Busca a los perdidos y se alegra enormemente cuando vuelven a casa. Los recibe con los brazos abiertos, sin importar quiénes sean ni lo que hayan hecho. Los perdona, los ama, los acoge. Como reza un antiguo himno: «Venid, venid, si estáis cansados, venid».

El Padre ama profundamente a cada persona. Jesús dio la vida por todos. Y a nosotros se nos pide que demos a conocer esa noticia. Para ello tenemos que buscar a los demás, como hacía Jesús, hacer un esfuerzo por llegar a ellos y comunicarles el mensaje de que Dios los ama y quiere tener una relación con ellos. Dios es compasivo, está lleno de amor y misericordia. Ama a todas las personas y pide que nosotros, Sus representantes, hagamos lo que hizo Jesús: que manifestemos amor incondicional, que amemos a los despreciados y que personifiquemos los principios de las parábolas de Lucas 15, que son buscar a los perdidos, llevarlos a la reconciliación y reaccionar con alegría y celebración cuando se encuentra lo que estaba perdido.

El tesoro y la perla

PETER AMSTERDAM

El Evangelio de Mateo contiene dos breves parábolas sobre el reino, El tesoro escondido y La perla de gran valor, que no figuran en los demás evangelios. Se trata de parábolas gemelas que enseñan el valor del reino de Dios y la alegría de descubrirlo. Echémosles un vistazo:

El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene y compra aquel campo.

También el reino de los cielos es semejante a un comerciante que busca buenas perlas, y al hallar una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía y la compró.—Mateo 13:44–46

A lo largo de la Historia, antes de que hubiera cajas fuertes y bancos, la gente enterraba sus objetos de valor, sobre todo en épocas de inestabilidad como durante las guerras. Josefo, antiguo historiador judío, escribió este comentario sobre el período que siguió a la destrucción de Jerusalén en el 70 d. C.:

Hallábase aun de las grandes riquezas que esta ciudad tenía, no pequeña parte entre lo que estaba derribado. Algunas cosas descubrían […] los romanos, […], tanto de oro como de plata y otras cosas muy preciosas, las cuales habían enterrado y escondido en lo más hondo de la tierra, por no saber el fin y suceso que habían de tener en la guerra comenzada.

Entre los textos judíos primitivos conocidos como los Manuscritos del Mar Muerto está el rollo de cobre, una lista de objetos de valor ocultos que data del siglo I. Habla de grandes cantidades de oro y plata, así como monedas y vasijas domésticas, enterradas o escondidas en 60 lugares. Enterrar objetos de valor era algo que se hacía con relativa frecuencia. Si una persona (o familia) enterraba objetos de valor y se moría sin que nadie supiera dónde estaba su tesoro, este quedaba escondido hasta que alguien lo descubría. De vez en cuando uno se tropezaba encantado con un tesoro ocultado por otra persona.

Tal es el caso del hombre de la parábola. Ahora bien esta parábola, como de costumbre, solo nos da la información necesaria para el argumento que se va a presentar. No se nos dice quién es el hombre, ni qué hacía en el campo, ni cómo encontró el tesoro, ni en qué consiste el tesoro. Lo único que sabemos es que lo descubre y lo vuelve a tapar —en otras palabras, lo oculta y no le dice nada a nadie— y a continuación compra el campo en que se encuentra.

Jesús no aborda la cuestión de si el hombre obró de forma moral al no decirle al propietario del campo que este contenía algo valioso. Según textos rabínicos que tratan de esos asuntos, da la impresión de que, por haber encontrado el tesoro, tenía derecho a él. Comprar la parcela antes de extraer el tesoro le garantiza que nadie vaya a poder reclamarlo. Como no se menciona que hiciera nada malo, y como la parábola no entra en el terreno de la ética, los exegetas de la Biblia suponen que en la manera de conducirse del hombre no debía de percibirse nada moralmente reprobable. El propósito de la parábola es mostrar la tremenda alegría del hombre cuando encontró el tesoro, hasta el punto de que estuvo dispuesto a vender todo lo que tenía para comprar el campo.

En la segunda parábola, un mercader busca perlas finas. En la Antigüedad, las perlas eran consideradas gemas muy preciosas y se les atribuía gran valor. En el mar Rojo, el golfo Pérsico y el océano Índico, había buzos que se sumergían en el agua en su búsqueda, y solo la gente rica se las podía permitir. Plinio el Viejo, escritor del siglo I, describió las perlas como los artículos de mayor valor; dijo que ocupaban «el primer lugar» y tenían «el primer rango entre todas las cosas de valor». En el Nuevo Testamento, las perlas se ponen a la par con el oro y las piedras preciosas .

A diferencia del hombre que tropieza en un campo con un tesoro, esta parábola nos presenta a un comerciante —muy probablemente un mayorista por la palabra griega usada— que viaja de ciudad en ciudad buscando activamente perlas que comprar y revender. Cuando encuentra una de máxima calidad, sumamente valiosa, vende todo lo que tiene para adquirirla.

El mensaje contenido en estas dos narraciones de Jesús debió de hallar buena acogida entre diversos tipos de oyentes. Muchos debían de identificarse fácilmente con el hombre que encontró un tesoro en un campo. Podría haber sido un jornalero, un agricultor, un aparcero, un capataz, un administrador o un simple viandante. El hecho de que la venta de todo lo que tenía le da lo suficiente para comprar la propiedad muestra que no es un indigente, pero tampoco es rico. No se esperaba tropezar con algo valioso, no andaba tras ningún tesoro. En una jornada normal y corriente, no se esperaba encontrarse algo de tanto precio. Muy probablemente, muchos de los que oyeron la parábola se identificaron con él. Les habría encantado estar en su misma situación.

La segunda parábola habla a un público distinto, como los comerciantes. Es lógico que alguien con una profesión así se desplazara a los lugares donde se vendían perlas. Buscaba perlas deliberadamente, y encontró una que superaba todo lo que había visto hasta entonces. Evidentemente debía de tener algunas riquezas para poder dedicarse a comerciar en perlas, y esta tenía un precio tan alto que para comprarla tuvo que vender todo lo que poseía. Entre el público que escuchaba a Jesús, cualquiera que se dedicara a los negocios se habría identificado con la esperanza de hacer fortuna de resultas de tomar un riesgo económico y salir ganando.

El argumento de tropezarse con un tesoro escondido y tomar los riesgos necesarios para adquirirlo le da emoción al relato. Lo mismo viajar a lugares exóticos, descubrir una magnífica oportunidad y aprovecharla con éxito. Estas narraciones cautivaban a las personas y las llevaban a pensar en la alegría de descubrir riquezas inefables.

Si bien el descubrimiento de los objetos de valor se hizo de manera distinta —en un caso, insospechadamente; en el otro, a consecuencia de una cuidadosa búsqueda—, ambos hombres tuvieron que actuar con decisión para adquirirlos. No fue todo descubrir los tesoros: tuvieron que vender y luego comprar, y fue únicamente realizando esas acciones que llegaron a poseer los objetos de valor. En ambas parábolas, los hombres se vieron ante oportunidades únicas cuyo aprovechamiento exigía una acción importante. Su decisión y el riesgo que asumieron cambiaron su vida.

¿Qué es lo que se pretende ilustrar mediante estas parábolas? Jesús dice que el reino de los Cielos es como quien encuentra algo de gran valor y se arriesga para obtenerlo. El descubrimiento es emocionante, y hay conciencia de su valor y de lo mucho que costará obtenerlo. Teniendo en cuenta su valor y la alegría de poseerlo, vale la pena venderlo todo para conseguirlo. Entrar en el reino de Dios gracias al sacrificio y la resurrección de Jesús, convertirnos en hijos de Dios y tener Su Espíritu en nuestro interior es por un lado emocionante y por otro valioso. Encontrar el reino es hallar un tesoro que vale la pena adquirir a cualquier precio. En ambas parábolas, los hombres lo vendieron todo para adquirir uno el campo y otro la perla; pero venderlo todo para obtener un valioso tesoro y conocer la alegría de adquirirlo les valió la pena con creces. De la misma manera, merece la pena darlo todo por el reino de Dios. El elevado costo debe analizarse a la luz de la incalculable ganancia.

Tal como explicó el apóstol Pablo:

Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por amor a Él lo he perdido todo y lo tengo por basura, para ganar a Cristo y ser hallado en Él.

Lo que más debemos valorar es conocer a Cristo y formar parte del reino de Dios. El concepto de vender todo lo que uno tiene para obtenerlo refleja la verdad de que ningún costo es excesivo con tal de obtener el reino. Por entrar en el reino vale la pena renunciar a todo lo demás. Si bien poner a Dios en el centro de nuestra vida tiene su costo, bien vale la pena por la alegría eterna y el inconmensurable valor de formar parte del reino.

El siervo fiel y el infiel

PETER AMSTERDAM

La parábola del siervo fiel y del infiel la narran dos de los Evangelios: Mateo y Lucas. Las dos versiones son muy similares, con mínimas variaciones. En el presente artículo pondremos el foco en el capítulo 24 de Mateo.

Contextualicemos la parábola: Jesús hablaba a Sus discípulos poco antes de Su detención y crucifixión. Se encontraban en el Monte de los Olivos, en un lugar retirado de la gente, cuando los discípulos le preguntaron: ¿Qué señal habrá de Tu venida y del fin del siglo?

Esa pregunta dio pie a que hablara de sucesos del futuro, incluido el momento de Su regreso: [Verán] al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria.

De ahí pasó a relatar esta parábola en el contexto de Su retorno, que la mayoría de exégetas (intérpretes) califican de parusía. Jesús dijo a Sus seguidores que nadie sabe cuándo se producirá la parusía: Del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino solo Mi Padre.

Jesús alertó a los creyentes para que estuvieran preparados de cara a aquel día: Por tanto, también vosotros estad preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora que no pensáis.

Refirió entonces una parábola que pone de relieve la importancia de vivir de tal manera que en todo momento estemos prevenidos y preparados para cuando llegue la parusía. Establece un contraste entre dos actitudes en conflicto, una alternativa entre dos opciones que enfrentan los creyentes.

Dio comienzo a la parábola diciendo: ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, al cual puso su señor sobre su casa para que les dé el alimento a tiempo? Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, lo halle haciendo así. De cierto os digo que sobre todos sus bienes lo pondrá.

Leemos en este pasaje sobre un siervo al que su señor pone a cargo de su casa en su ausencia. Se le otorga a ese siervo autoridad sobre el resto del personal doméstico y se le encomienda la tarea de administrar debidamente el hogar. Al parecer es una casa con muchos sirvientes, y a aquel hombre se le delega una tarea de gran responsabilidad. El mencionado siervo no presta mayor atención al momento en que regresará su señor, ya que eso no influye para nada en el trabajo que realiza; simplemente cumple sus deberes con fidelidad. El hombre que se ha desempeñado así recibirá altos elogios al retornar su señor. Aparte de recibir honores, será ascendido al puesto de mayordomo, a cargo de todas las posesiones de su amo.

Una vez que se nos presenta un marco hipotético de un siervo que ha actuado con integridad en el cumplimiento de sus deberes, se nos describe lo que podría pasar si ese siervo optara por actuar de otra manera y las consecuencias que tendría dicha decisión.

Pero si aquel siervo malo dice en su corazón: «Mi señor tarda en venir», y comienza a golpear a sus consiervos, y aun a comer y a beber con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo en día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes.

En este pasaje vemos que el siervo sostiene una conversación interna, algo muy común en las parábolas del Evangelio de Lucas, pero que en el Evangelio de Mateo no se registra sino en esta ocasión. El amo está ausente y por alguna razón no regresará cuando estaba previsto en un principio. De ahí que el siervo se sienta libre de actuar con impunidad. A su juicio, haber quedado a cargo en calidad de regente significa que no tiene que rendirle cuentas a los demás y que sus actos no tendrán consecuencias. Se comporta como si el señor de la casa no fuese a regresar nunca y como que jamás tendrá que hacerse responsable de sus decisiones. Empieza a actuar con injusticia. La autoridad transitoria que adquiere se le sube a la cabeza y golpea cruelmente a sus consiervos. El siervo ha perdido todo el sentido del decoro y del correcto comportamiento, y se ha segregado de sus consiervos, como se infiere cuando dice que comía y bebía con los borrachos.

Se nos revela que el señor sí regresa, sin previo aviso, y que toma al siervo completamente desprevenido. De alguna manera ese criado perdió de vista el hecho de que si bien la ausencia de su señor se extendió más de lo previsto, no significaba que no iba a regresar nunca. Efectivamente regresó, y se nos cuenta que las acciones del siervo —su mala gestión, el trato áspero y la maldad que tiene con los demás— dieron motivo a que se le juzgara y se le condenara.

Algunas versiones describen el castigo diciendo que se lo cortará en pedazos o se lo cortará por medio. Para unos intérpretes eso significa que se lo cortará de en medio del pueblo, refiriéndose a que se lo separará de la comunidad de creyentes y en consecuencia acabará en compañía de los hipócritas. Otros consideran que se puede interpretar metafóricamente y que por ende sería comparable a decir que se haría añicos a la persona o una frase semejante. Otros, no obstante, piensan que significa simplemente que será castigado con severidad. El vocablo griego traducido aquí por cortar en pedazos, o como lo expresan algunas traducciones, cortar por medio, únicamente se emplea en otros pasajes de la Escritura para describir el descuartizamiento de animales destinados a los sacrificios rituales. En el libro de Jeremías también se emplea la frase cortar en dos en alusión al castigo que según Dios recibirían algunos en Israel:

Puesto que han violado Mi pacto, y no han cumplido las estipulaciones del pacto que acordaron en Mi presencia, los trataré como al novillo que cortaron en dos.

Según muchos exégetas, no parece que el término se emplee en sentido metafórico, sino que se debe tomar literalmente como un castigo brutal, empleado con la intención de horrorizar a los oyentes y motivarlos a tomar las decisiones acertadas.

La frase pondrá su parte con los hipócritas del Evangelio de Mateo, en Lucas se presenta como y lo echará con los incrédulos. Es posible que Mateo haya hecho referencia a los hipócritas porque a lo largo de este Evangelio, particularmente en el capítulo 23, los hipócritas son objeto de rigurosa condenación. La palabra en este contexto probablemente debe considerarse como un término generalizado aplicado a quienes toman decisión contra Dios. El lloro y el crujir de dientes expresa profunda tristeza y emoción. Esta frase se emplea siete veces en el Nuevo Testamento, todas ellas, salvo una, en el Evangelio de Mateo, y en todos los casos aluden a quienes han rechazado a Dios y son excluidos de Sus bendiciones en el tiempo del fin.

Existen dos opiniones sobre el significado de esta parábola, o por lo menos con respecto a quiénes iba dirigida. Una de las interpretaciones es que la parábola se enfoca en los que ejercerían cargos directivos dentro de la iglesia. Basan esta afirmación en que el relato estaba dirigido a los discípulos, que luego llegaron a ser dirigentes de la iglesia primitiva. Un autor lo explica así:

Al describir a un esclavo a cargo de otros esclavos en el seno de un hogar y hacer hincapié en la importancia de que este cuide de los otros en ausencia de su maestro, la parábola sugiere así que los líderes al interior de la iglesia deben velar debidamente por la comunidad durante el tiempo que transcurra entre la asunción de Jesucristo y su parusía. El debido cuidado —dar de comer a los integrantes del hogar— consistiría en un apostolado de proclamación y enseñanza.

El siervo que opta por un camino de dirigencia apartado de los principios divinos encarna un tipo de liderazgo eclesial que resulta egoísta y egocéntrico. Las palabras predichas por el profeta Ezequiel retratan claramente a ese tipo de dirigentes:

¡Ay de los pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿Acaso los pastores no apacientan a los rebaños? Os alimentáis con la leche de las ovejas, os vestís con su lana y degolláis a la engordada, pero no las apacentáis. No fortalecisteis a las débiles ni curasteis a la enferma; no vendasteis la perniquebrada ni volvisteis al redil a la descarriada ni buscasteis a la perdida, sino que os habéis enseñoreado de ellas con dureza y con violencia.

La otra interpretación es que la parábola se dirige a los cristianos en general y que el foco de atención no está exclusivamente en quienes desempeñan cargos dirigentes. La parábola presenta dos modos opuestos de vivir uno su fe. Una opción es ser como el primer siervo, que con fidelidad y constancia realiza su trabajo día tras día y noche tras noche. Para él no tiene nada que ver en qué momento volverá su amo, puesto que ha realizado continuamente lo que se le ha pedido. Cuando el señor regrese, él estará preparado.

La segunda opción es adoptar la actitud del siervo malvado. Prestó muy poca atención al hecho de que el señor retornaría; al contrario, actuó como si este nunca volvería o que su regreso tendría lugar en un futuro tan lejano que no había por qué preocuparse mucho de ello. La cuestión es que el señor sí regresó y decretó un juicio y un ajuste de cuentas.

Aunque podría parecer que esta parábola trata de dos siervos distintos —uno que decide actuar bien y otro que no—, lo cierto es que trata de un mismo siervo puesto a escoger entre dos opciones. Con ello se infiere que cada creyente enfrenta una alternativa. ¿Seremos fieles al Señor? ¿Seremos consecuentes con Sus enseñanzas? ¿Estaremos listos cuando Él regrese o cuando nuestra vida toque a su fin? ¿O, por el contrario, asumiremos la actitud del siervo que vivió como si no tuviera que rendir cuentas, para luego descubrir, ya demasiado tarde, que sí debe rendirlas y que sí se nos hace responsables? La decisión correcta es evidentemente la primera: optar por basar nuestra vida en las enseñanzas de Jesús, mantener una sana relación con Dios, amarlo a Él y amar al prójimo. Al optar por este modo de vivir Dios nos bendecirá, no solo en el presente, sino por la eternidad.

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